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Los que faltan

No se puede amar algo si se lo considera efímero. Porque hacerlo, extrañamente, es lo que significa estar enfermo.

No se puede amar algo si se lo considera efímero. Porque hacerlo, extrañamente, es lo que significa estar enfermo.
feliz navidad, vela, fuego | Pixabay/CC/jrydertr

Hace una semana leí una frase de las que te hacen ponerte en guardia, aunque realmente no lo sé porque llevo un tiempo que me pongo en guardia si me dan los buenos días. La frase era algo así como "madurar es darse cuenta de que la Navidad consiste en valorar el tiempo que te queda con los tuyos y no en dedicarse a comprar ropa y regalos". Comprendí la intención, pero no pude evitar imaginarme a la persona que la había escrito con una sombra entre los ojos del tamaño de una noche en el averno. La visualicé con los pómulos hundidos y las mejillas blancas, las pupilas como dos estrellitas diminutas en mitad de un cielo contaminado y un flequillo escamado y lacio, posiblemente también canoso, de esos que permiten ver hasta qué punto la vida es un racimo que se marchita si no se riega. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Y pude verla allí perfectamente, en lo más recóndito de mi morbosa imaginación culpable, con dedos nudosos y alargados igual que zanahorias deshidratadas haciendo acopio de segundos; colocándolos uno encima del otro y agrupando los minutos en hileras gordas que después usaría para conformar figuritas humanoides diseñadas a imagen y semejanza de sus familiares. Fue más o menos entonces cuando reconocí que tenía fiebre.

Dicen que la soledad es la mejor talladora del alma, pero eso es porque no todo el mundo es hombre ni puede recordar a todas horas lo que es ser hombre y tener gripe. La propia imagen del infierno es una ducha suave para un hombre achacoso. Y por eso, entre gemidos y frenadoles, uno es más capaz de desear desesperadamente todo aquello que siente que ha perdido para siempre o que jamás ha llegado a poseer del todo. Cuando regresa, eso sí, lo olvida, naturalmente. No vuelve con la mirada renovada ni se aferra a lo que quiere como si en cualquier descuido pudiese romperse. En mitad del via crucis inhumano que ninguna mujer conocerá jamás ha descubierto que no se puede amar algo si se lo considera efímero. Y que hacerlo, extrañamente, es lo que significa estar enfermo.

En Navidad, como en la vida, uno ama a los que tiene también mientras compra ropa y les escribe whatsapps larguísimos con listas de regalos, porque amar a los que tienes es considerarlos inmortales. Uno se va de casa a la aventura a respirar el frío cálido de la infancia rediviva porque sabe que cuando regrese, da igual la hora, quienes le quieren estarán ahí, también de vuelta de algún sitio. Y buscará momentos compartidos para quererse en grupo porque una cosa es que aquello que se ama no se vaya a morir nunca y otra muy distinta postergar eternamente el bienestar que da quererlos. La cosa es bien distinta. Sólo cuando alguien de los tuyos se ha ido para siempre uno comprende lo que es enfermar de gravedad. Es entonces cuando se corre el riesgo de quedarse anclado como un reloj en la manija de un deseo insatisfecho. Pero incluso entonces, si se es sincero, es posible reconocer que se desea regresar para actuar del mismo modo. Al fin y al cabo, ya lo hemos dicho, nada distrae más de amar que contar segundos.

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