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No olvidemos "de quién depende" este fiscal general

A nadie se le escapa que el muy servil García Ortiz sería absolutamente incapaz de tomar por sí mismo una decisión como la que le ha llevado a estar imputado.

Mientras el Gobierno y su ejército de medios afines se empeñan día tras día en insistir en que "no hay nada" en ninguna de las múltiples causas de corrupción destapadas e investigadas en el entorno más cercano de Pedro Sánchez, lo cierto es que las pesquisas avanzan a buen ritmo desvelando indicios cada vez más evidentes de que tanto el Ejecutivo como el PSOE funcionan como un auténtico grupo mafioso, una organización criminal que es, de hecho, lo que señala la imputación a José Luis Ábalos.

Hay, además, aspectos especialmente sangrantes de este proceder presuntamente delictivo: este jueves, por ejemplo, se ha descubierto lo que parece un caso evidente de destrucción de pruebas con esos mensajes borrados del móvil del fiscal general del Estado, que recuerdan tanto a aquellos discos duros destruidos a martillazos que el PSOE lleva años reprochando al PP.

Sin embargo, puede que en aquel caso el procedimiento fuese más tosco y llamativo, pero estamos ante algo mucho más grave: el fiscal general tiene la obligación de perseguir el delito y velar por la legalidad y, tras las últimas revelaciones de la UCO, todo parece indicar que no sólo cometió un delito tan grave como la revelación de secretos, sino que además se dedicó después a destruir las pruebas.

Es cierto que dado el especial estatuto del Ministerio Fiscal y dada la atroz invasión del Ejecutivo en todos los demás poderes, los fiscales generales no venían siendo ejemplo de independencia, pero en toda la historia de la democracia ninguno había mostrado un comportamiento tan servil, tan falto de dignidad y, sobre todo, tan propio de un (presunto) delincuente. No se puede caer más bajo de lo que ha caído Álvaro García Ortiz, un personaje que ya ha pasado a la historia más negra de nuestra democracia y al que sólo cabe desear que purgue sus pecados y su vergüenza con unos años en la cárcel, que es lo que prevé el Código Penal para un delito tan grave como la revelación de secretos, que lo es aún más si la lleva a cabo una "autoridad o funcionario público", tal y como dice el artículo 198.

Con todo, lo peor no es que Álvaro García Ortiz sea un (presunto) delincuente y se comporte como tal, lo peor es que, aunque en su caso y dada su función esto pueda ser más sangrante, el fiscal general no es una excepción sino sólo un ejemplo más de unas conductas en las que todo el Gobierno parece sumergido hasta las cejas.

De hecho, a nadie se le escapa que el muy servil García Ortiz sería absolutamente incapaz de tomar por sí mismo una decisión como la que le ha llevado a estar imputado y, no lo olvidemos, Pedro Sánchez ya dejó claro que "la Fiscalía de quién depende, del Gobierno, pues ya está".

"Pues ya está", no se podrían resumir mejor las responsabilidades probablemente penales y sin ningún género de dudas políticas que se desprenden de este fenomenal escándalo.

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