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Postal de Navidad

Hoy cuesta un poco reconocer la Navidad en las insípidas lucecitas municipales, pero el espíritu, aquel al que cantó magistralmente Siempre Así, sigue tiñendo todo.

Hoy cuesta un poco reconocer la Navidad en las insípidas lucecitas municipales, pero el espíritu, aquel al que cantó magistralmente Siempre Así, sigue tiñendo todo.
Europa Press

Están rosadas las escaleras que desembocan a la plaza. El frío y el tiempo le han robado el gris de la primera vez. La humedad de la ciudad del mar es una manta de vapor, que te atraviesa y te entumece. Asoman entre los árboles las luces navideñas, bullen los bares y las terrazas entre familias y amigos, y una señora intenta colgar un angelote de la ventana de un primer piso. Diciembre está ya listo para servir, no hemos tenido tiempo aún de hacer balance, y nos enredan los últimos días del año en la piñata del calendario navideño. Calor en las casas y nieve en la ventana. Calor alrededor de un belén.

De niño paseaba estas calles escudriñando con ansia cada pequeña variación en la decoración navideña. Tamborileros de hojalata en el frutero, la estrella de los Reyes en el techo de los Ultramarinos, y un árbol y un belén en el centro de la gran cafetería, a donde nos llevaban a sacudirnos el frío con un chocolate con churros capaz de levantar a muerto. Las hileras de turrones en el supermercado, mazapán artesano en la panadería, y guirnaldas doradas y plateadas en la entrada a la mercería. Todo se volvía excepcional en estos días, incluida la imagen corporativa de las grandes empresas, la rigidez de los directores, o el pragmatismo de los pequeños comercios de espacio muy reducido. Siempre había un hueco y una razón para hacer brillar la excepción de la Navidad.

Eran días de eternos paseos, meriendas golosas, y de recorrer mil tiendas y regresar bien entrada la noche, buscando el abrazo del hogar y la calefacción central. Me gustaba detenerme en el escaparate ascensor, que cambiaba cada pocos minutos, y que ya no recuerdo dónde estaba. Y en las galerías comerciales de antaño, plaza de Pontevedra o Juan Flórez, papel de regalo por todas partes, árboles de Navidad y una elegante Sagrada Familia en la esquina. A veces recorríamos las diferentes plantas de aquel precursor de los centros comerciales coruñeses solo para encontrar ideas para hacer después la Carta a los Reyes Magos. Había cosas sorprendentes. Y aquellos juguetes tenían alma: serías científico, serías astrónomo, grabarías películas de cine, o resolverías misterios.

Al atardecer, ya algo más crecido, a enterrar unas horas en la colecta y empaquetado de juguetes para los niños pobres, y en la noche, con los años, los brindis con los amigos entre un mar de benjamines de champán, y un montón de historias para no dormir. Todavía estaba el piano bar con su disco de villancicos clásicos en inglés, y a las puertas de los comercios sonaban con insistencia panderetas y coros infantiles. Días caseros, sin colegio, con el ansia de ver llegar las grandes fiestas, 24, 25, 31 y 1.

Hoy cuesta un poco reconocer la Navidad en las insípidas lucecitas municipales, pero el espíritu, aquel al que cantó magistralmente Siempre Así, sigue tiñendo todo lo que nos rodea. Se ha dicho que siempre será Navidad en los ojos de un niño y nunca en estas fechas deberíamos dejar de serlo. El que pega su nariz al cristal de la juguetería, el que besa con solemnidad al Niño al terminar la Misa del Gallo, el que abraza al abuelo de pura felicidad en el amanecer del Día de Reyes.

Es tan delicada la fiesta navideña, de una sensibilidad tan exquisita, que aúna la risa y la alegría, y los silencios y la pena. No hay Navidad sin su melancolía, y resulta inevitable estremecerse al detectar las sillas vacías al paso de los años. Las voces que eran puro espíritu navideño, que eran faro y guía de la familia, que eran todo lo que aspirábamos a ser, cuando no están, suenan igual en el corazón, aunque su ausencia nos parta en dos, y se nos escape alguna lágrima al tiempo que le sonreímos a su recuerdo.

Tal vez por tenerla demasiado cerca casi ni nos damos cuenta, pero la herencia cristiana y sus ritos y costumbres, es de una belleza y una delicadeza sobrecogedora. ¡Adorar a un bebé! Perdonar alguna vieja rencilla por Navidad. O cantar un villancico que reza "Noche de paz". Desde la primera hasta la de hoy, la Navidad es de una fragilidad infinita. Y, sin embargo, se mantiene hoy como ayer, por más que mude su ropaje, porque la protegemos tanto con la fe como con el corazón, y porque el hecho central sigue siendo, y será por los siglos de los siglos, el inmenso misterio del nacimiento de un Niño que es Dios en una paupérrima cueva de Belén. Al paso de los años se entiende mejor que la Navidad es un maravilloso milagro que nos rejuvenece el espíritu cada doce meses, cuando termina diciembre.

Feliz Navidad, amigos y lectores.

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