Nicolás Maduro ha culminado su autogolpe de Estado, proclamándose presidente de Venezuela tras unas elecciones tan descaradamente fraudulentas que hasta un comunista inane como Gustavo Petro, presidente colombiano, se ha visto obligado a reconocer la nula validez de los comicios del verano pasado. En Hispanoamérica sólo Cuba, Nicaragua y Honduras reconocen al carnicero caraqueño como presidente legítimo. En Europa nadie lo hace, salvo los aliados del PSOE en el Gobierno de España: el Bloque Nacionalista Sangenjo, Podemos, Izquierda Unida y Bildu/ETA. El Partido Comunista de España, en el que militan dos ministras del Gobierno, también respaldó el fraude electoral chavista. Como mamporrero oficial del régimen está todo un expresidente del gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, cuya connivencia criminal con la dictadura de Nicolas Maduro es evidente desde hace años. España es diferente, pero siempre para peor.
Fue precisamente Zetaparo quien decidió que había llegado la hora de enterrar la Transición. Calcularon que treinta años era un tiempo prudencial después de la muerte de Franco para atreverse por fin a hacer algo contra él, y se empeñaron en ganar la guerra civil con tres cuartos de siglo de retraso a base de leyes demencialmente sectarias que falsean la historia hasta límites que harían vomitar a una cabra. Sánchez, que intelectualmente es aún más limitado que su predecesor socialista en el Gobierno, y mira que el listón estaba bajo, ha recurrido de nuevo al Francomodín para tapar los infinitos escándalos de corrupción de su Gobierno y de su familia en primer grado de consanguineidad. Mientras el PSOE en pleno dedica toda su energía a contarnos lo malo que era un dictador que murió cuando la mayoría de ellos no había pasado del jardín de infancia, el más reciente de sus expresidentes actúa de felpudo para un dictador que ejecuta, asesina, tortura y secuestra a cientos de personas hoy. Cada día, cada semana, cada mes. La mitad de sus aliados perdieron el culo para defender públicamente el robo chavista de las elecciones, y respaldan abiertamente la brutal represión de un régimen que sólo se sostiene flotando sobre la sangre de sus decenas de miles de víctimas. Y se supone que tenemos que aceptar lecciones de democracia de esta gente. Los cojones.
La izquierda, especialmente esta izquierda ridícula de caspa, moho y sebo que nos ha tocado padecer en España, tiene una reticencia enorme a llamar a las cosas por su nombre cuando no le conviene. No llaman a Maduro dictador por la misma razón por la que no llaman terrorista a Arnaldo Otegi: porque es de los suyos, y porque le necesitan para gobernar. Por esa razón la prensa perruna presenta la ley de autoamnistía con la cual el Gobierno pretende archivar los casos abiertos contra Begoña Pearrobber, el Batutas y el Fiscal General Imputado como "ley anti ultras", o cualquier otra perífrasis estalinista para consumo de mongólicos y disminuidos, cuando todos sabemos lo que es: el puñetazo rabioso en la mesa de un Gobierno corrupto hasta la médula.
Conviene no engañarse. España ya no es una democracia plena, y dentro de no demasiado tampoco será una democracia. La degradación de todas las instituciones desde 2018 hasta hoy deja a la Hungría de Orban en un picnic dominical, pero aún podemos caer bajo, mucho más bajo. Sánchez no puede dejar el Gobierno, es un narcisista acomplejado, y sin el poder no es más que una mediocridad con una tesis plagiada y casado con la hija del dueño de un local de alterne. En catalán "vergüenza" se escribe "vergonya", pero se pronuncia vergoña. Y Sánchez de vergoña anda sobrado, de vergüenza ya no tanto.