
Soy un tipo de persona a la que las grandes distancias provocan claustrofobia, lo cual es una desgracia inmensa si se tiene en cuenta que pertenezco a una generación que, más que para cualquier otra cosa, para lo que estaba diseñada era para "llegar lejos". Hoy cualquiera diría que, durante muchos años, "llegar lejos" era lo único que justificaba nuestro bienestar. Que éramos, como si dijéramos, atletas de élite plantados cada uno en su pasillo, esperando plácidamente a que nos entregasen el relevo vital. Y que nuestro único cometido, más allá de disfrutar de las comodidades que otros que no estaban llamados a alcanzar el horizonte sí que nos habían podido ofrecer, era estar perfectamente listos para cuando nos llegase el momento de volar.
Yo esto no sé hasta qué punto es así de cierto porque tampoco puedo decir que en mi casa me metiesen demasiada presión para que en algún futuro prometedor terminase conquistando nuevas galaxias, cuanto más lejanas mejor. Yo, cada vez que mi madre me decía que si quería "llegar lejos" tenía que ponerme a hacer cosas que no me apetecía hacer —desde estudiar hasta ayudarla a pelar patatas, en esto las madres suelen ser más bien genéricas—, solía arrancarme a exhalar tosidos de tuberculoso mientras dirigía la mirada al infinito y me palpaba el flato, que es el mismo gesto que hago ahora en los partidos de los domingos cada vez que no me pasan el balón al pie. Así que supongo que fue pronto cuando comencé a escuchar ese tipo de frases exclusivamente dirigidas a quienes venían por detrás de mí.
Claro que tampoco puedo ponerme a llorar ahora por el trauma de que nadie valorase a tiempo mi verdadero potencial. Más que trauma tuve suerte, me supongo, de haberle preguntado a mi padre bien temprano qué era eso del horizonte, exactamente; y si él creía que algún día yo lo alcanzaría. Ocurrió una tarde de verano y el horizonte, en ese momento y con aquella luz, era una línea azul finísima y tan plana como el Mediterráneo, así que el ambiente ayudó bastante a que sus palabras retumbasen como frases que conviene recordar: "Eso que ves allí no es nada", me explicó. "Se aleja igual de rápido que como tú te acercas". Lo que sí era algo, y así me lo hizo ver, era un puntito que parecía un barco manteniendo un equilibrio perfecto en el filo etéreo. "Eso sí que es alcanzable", añadió. Y le pegó un sorbo a su Cocacola como si ya hubiese quedado suficientemente claro que la lejanía es un concepto relativo sólo medible en uno mismo. Quién sabe las distancias de los barcos que van persiguiendo los demás.
Desde entonces cada cierto tiempo, supongo que alejando los fantasmas de que su hijo se le pierda en el camino por no haber sabido explicarle las cosas sin lirismos melodramáticos, se encarga de subrayarme el mensaje aprovechando la menor ocasión. Lo que ha conseguido es que piense en él cada vez que escucho a alguien mencionar a la "generación mejor preparada de la historia" y a mí me sale preguntarme, como un resorte: "¿preparada para qué?". Se han cumplido diez años desde que la generación más nueva y más brillante irrumpió en política prometiendo nuevos horizontes, por ejemplo. Por lo que a mí respecta, empiezo a estar cansado de notar cómo se alejan con cada paso que nos hacen dar.