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Tened hijas (pero no mucho)

Yo he visto a un padre no quebrarse en mitad de una tortura y venirse abajo completamente al escuchar la palabra "papi" de labios de su princesa.

Yo he visto a un padre no quebrarse en mitad de una tortura y venirse abajo completamente al escuchar la palabra "papi" de labios de su princesa.
Escena de Interestelar. | Archivo

Como cuarto hijo en una familia de cinco hermanos —es decir, que en lo que viene a ser el sándwich familiar, no soy ni el pepinillo—; y como segundo hijo varón en una camada que cuenta con tres varones —aquí sí, varón-sándwich perfecto—; podría decirse que conozco bastante bien lo que es la intrascendencia. La intrascendencia es algo sólo muy sutilmente diferente a la invisibilidad, y más cruel que ella en la misma morbosa medida. El hijo intrascendente tiene voz pero no se le escucha, lo que viene a convertirlo en algo parecido al ruido del extractor de una cocina abarrotada. Se trata de una cuestión interesante porque resume muchas cosas que seguro que algún sociólogo ha alargado innecesariamente, pero por suerte aquí estoy yo, que tengo tiempo. Sabemos, por ejemplo, que al hijo intrascendente se le nota solamente en la medida en que no está. Así que su presencia, por condena, debe manifestarse siempre imperceptiblemente perceptible. La razón de esto es tan sencilla como que toda familia necesita respirar, de vez en cuando. Y se respira mejor, ligeramente, durante el breve tiempo en el que el hijo intrascendente desaparece. El hijo intrascendente tiene una obligación de cuna desagradablemente trabajosa: debe resultar molesto pero no mucho. Y resultarlo en ese grado siempre, a todas horas. Las ventajas que obtiene a cambio ya les digo yo que no son muchas. Pero es que toda sociedad requiere de héroes que no usen capa.

Anclado en su intrascendencia, el hijo intrascendente puede aprovechar su esquina para, sin dejar de hacer ruidos de extractor que mantengan la atmósfera inalterada durante los largos periodos de tiempo en que se necesitan sus servicios, observar. Y de todas las conductas observables en una familia estándar, nada resultará nunca más interesante que la relación de un padre con sus hijas.

Yo he visto a un padre despedir a su primogénito —que estaba a punto de marchar hacia Kosovo— sin levantar el párpado más que las pantuflas, durante la hora de la siesta; y catorce segundos después activarse como un resorte para acercar a la niña a la biblioteca de cuatro calles más allá, porque "la pobre tiene exámenes y está irascible". Yo he visto a un padre no abrir la boca mientras era torturado por Le Chiffre, el franchute de Casino Royale, y venirse abajo completamente una tarde de domingo cualquiera al escuchar la palabra "papi" de labios de su princesa. Yo he visto… aunque qué más da lo que yo haya visto, si lo importante es lo que vean los padres.

El otro día, el poeta y padre Enrique García-Maiquez subió a su cuenta de X una conversación reveladora. "Me escriben desde el móvil de mi mujer, pero descubro que es mi hija. Demasiada delicadeza. Tened hijas", escribió, para anunciar el mensaje. Y el mensaje decía así: "Hola, ¿puedes comprar (sólo si puedes y tienes tiempo) pan, pepitas de chocolate, cacao en polvo, harina, azúcar, harina y esencia de vainilla?". Después, añadió: "Lo que más me enternece es que mi hija piense que me obliga más si me lo pide mi mujer que si lo hace ella". Y yo, como hijo varón intrascendente con la vista puesta siempre en mi misión, extendida por lo que descubro a otras familias, me vi obligado a escribir esto para advertirle de las triquiñuelas que observamos en las hijas quienes tenemos hermanas y padres engatusables. No para restarle pureza a su dulzura, por supuesto, sino para, a través del contraste que genera nuestro ruido de extractor, hacerla todavía más encantadora.

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