
Yo no soy separatista. Ni nacionalista. Pero si lo fuese, antes votaría a Sílvia Orriols, la líder de Aliança Catalana, que a Carles Puigdemont o a nadie de Junts per Catalunya. Porque de Orriols sabría lo que puedo esperar y porque, como ya he escrito aquí alguna vez, después de treinta años en periodismo, mayormente político, y de tres años inolvidables —en todos los sentidos— en la política pura y dura, algo he aprendido a distinguir a los líderes que mienten de los que dicen la verdad.
Lo mismo vale para Donald Trump. No es ni mucho menos el presidente de los Estados Unidos de mis sueños. Pero después de vivir seis años en ese país también algo creo saber de por qué Trump arrasó en las urnas mientras una autoproclamada élite progre proclamaba que eso no podía ni debía suceder.
Vamos por partes. ¿Es Sílvia Orriols de ultraderecha, como dice el manual del buen progre? No más, en mi opinión, que el ya mencionado Junts per Catalunya, del que sería una consecuencia o incluso evolución lógica. El nacionalismo conduce a lo que conduce. A la priorización étnica de unos colectivos sobre otros. Si tú crees en la ciudadanía antes que en la nación, si crees que las personas se definen por sus actos —y por su aceptación de unos pactos de convivencia colectiva—, no por su origen, entonces tienes que estar tan en contra de Aliança Catalana como de Junts per Catalunya, de Vox o hasta de ERC. Ojo, estar en contra no es necesariamente criminalizar, ni mandar al gallinero, ni ignorar. Es confrontar en buena lid. Si siempre se nos ha dicho que una parte apreciable de la sociedad catalana es etnicista y hay que contar con ellos e integrarles, ¿por qué a unos sí y a otros no? ¿Por qué unos nacionalistas son considerados más ultras que otros? ¿Por ser más de derechas o más de izquierdas? Yo no tengo precisamente la impresión de que la izquierda sea tímida a la hora de imponer sus dogmas a aquellos que no los comparten.
El problema que tienen muchas opciones políticas que no sólo se autoproclaman progresistas sino que pretenden, atención, tener en exclusiva el monopolio del progreso, es decir, de saber ellos y sólo ellos lo que a la gente le conviene, es que van de charco en charco y de contradicción en contradicción. Los mismos que aíslan a Orriols o a Vox, luego se van de romería a homenajear a los señores de Bildu. Los que critican a los jueces por "desobedecer" la ley de Amnistía son los mismos que antes predicaron desobedecer todas las leyes que no les gustaban. Los que acusan a los separatistas catalanes —o nacionalistas españoles, como Vox— de sembrar el odio, son los mismos que han dividido a catalanes y españoles en buenos y malos en función de su adhesión o no adhesión a determinados proyectos de ingeniería social. Otra cosa es que esos proyectos a veces fueran una gran fábula y una gran mentira. El problema que tienen los líderes del procés con Orriols es que ella sí parece dispuesta a llevar hasta el final —para bien o para mal— las promesas con las que ellos juguetearon para luego rajarse ante las consecuencias.
En cuanto a Trump: el "mundo libre" tal y como lo conocemos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial experimenta un meneo mareante cada vez que el nuevo presidente de Estados Unidos firma una orden ejecutiva. Se nos advierte de que peligran la ONU, la OMS y la paz en el mundo. Pero vamos a ver: ¿en qué se han convertido últimamente la ONU, la OMS y hasta la paz en el mundo, si no es en una parodia y en un indigno nido de corruptelas que desmienten los principios que decían defender? Cuando Estados Unidos lanzó el Plan Marshall, se sobreentendía que, en un contexto de guerra fría, aceptábamos la hegemonía americana como un mal menor y como un parapeto frente a la Unión Soviética. Pero desde entonces ha llovido mucho. De un mundo descaradamente bipolar hemos pasado a uno multipolar donde los americanos soportan el peso de financiar un sistema de instituciones y hasta de pensamiento que en la práctica trabaja en su contra. Y también del nuestro, a no ser que consideremos ideal vivir como viven los chinos, los iraníes y los rusos.
Por no hablar de los gazatíes. Ya veremos en qué queda la abracadabrante propuesta trumpista de evacuar a la actual población de Gaza a países árabes. Del dicho al hecho suele haber un buen trecho. Pero, por contradictorio que sea Trump, difícilmente lo será tanto como muchos de los que ahora le critican.
Vamos a ver, señores de Gaza: ¿todavía no se han dado cuenta de que son ustedes tan rehenes de Hamás como los ciudadanos israelíes secuestrados el 7 de Octubre? ¿Todavía no han percibido que las potencias árabes siempre han querido quedarse con el territorio que insisten en llamar "Palestina", pero sin querer saber nada de la gente que vive ahí? ¿De verdad no notan que Israel es el único país de todo Oriente Medio genuinamente interesado, por razones obvias, en pacificar la región?
Acusan a Trump de proponer una limpieza étnica. Bizarras palabras. Entonces, cuando hemos abierto nuestras fronteras a oleadas de refugiados afganos, ucranianos, etc, ¿estábamos colaborando en otras tantas operaciones de limpieza étnica? ¿O poniendo a salvo a gente inocente del horror?
A las víctimas civiles de los conflictos, a la gente de paz, se la reconoce en seguida porque si le das una oportunidad de escapar del infierno, sin dudar la aprovecha. No se quedan a ser, ellos y sus familias, escudos humanos de los asesinos. La única razón que tiene un gazatí para querer seguir en lo que es Gaza hoy es anteponer la destrucción de Israel a la construcción de su propio futuro. Decir esto no es ser un fascista, es tener sentido común. Luego veremos cómo lo resolvemos.
El problema de fondo es que seguramente nos encaminamos a un punto de inflexión, o incluso de colapso, de una serie de discursos políticos que llevan muchos años no aportando soluciones, sino enardeciendo a las víctimas de los problemas, y sacando tajada de ello. Durante mucho tiempo, nadie se ha atrevido a decir lo que dicen Sílvia Orriols o Donald Trump. Como nadie se atreve a decir que el sistema de pensiones es insostenible, que la Sanidad pública está quebrada o que la demonización de la propiedad privada agrava todavía más el problema de acceso a la vivienda. Una mentira sostenida contra viento y marea por determinadas "élites" no es exactamente lo mismo que una utopía. Puede ser incluso una distopía. Si alguien tiene otras propuestas serias, que las diga. Pero insistir en lo de siempre me temo que cada vez va a tener más castigo en las urnas. ¿Qué diremos entonces? ¿Que la democracia es de ultraderecha y hay que abolirla?