
El caso de Hermoso contra Rubiales y el beso de Rubiales contra Hermoso despertaron interés en todas partes. No era para menos la función. Hasta el New York Times ha enviado, entre sus urgentes sobre atrocidades de Trump, uno dando noticia de la sentencia. Es una sentencia que lo condena, pero como lo condena poco, aún está por decidir si es una condena ejemplarizante, como se desea siempre, o no. Las feministas de oficio y oficiales cantan victoria a su modo insatisfecho habitual. Nunca nada les parece suficiente.
Victoria, sí, porque como dice la autora de la infame reforma que ha establecido que todo es agresión, hasta hace poco era impensable que la justicia reconociera un beso no consentido como agresión sexual. Hay juristas que dicen que no era así, pero lo impensable hasta la infame reforma, por absurdo, era que todo fuera agresión, que se igualaran en incomprensible equivalencia un beso no consentido en medio de una celebración y una violación a punta de navaja. Claro que junto al canto triunfal, emerge la insatisfacción. ¡Lo que queda por enseñarles a los jueces! El feminismo se apunta la victoria de lo absurdo, pero hubiera querido que fuera absoluta, arrolladora, exterminadora, con un Rubiales condenado, qué sé yo, a permanente revisable.
Menos mal que el diccionario prevé que agresión se utilice en sentido figurado, y no sea sólo el real "acto de acometer a alguien para matarlo, herirlo o hacerle daño". Las autoras de la escabechina del Código Penal no iban a ir al diccionario, que despreciarán como obra de hombres blancos muertos o a punto. En plena ignorancia del significado de las palabras, definieron que agresión es "cualquier acto que atente contra la libertad sexual de una persona sin su consentimiento". ¿No hay consentimiento? Pues es agresión, se trate de lo que se trate, sea sin violencia o con ella, sin intimidación o con ella. ¡El consentimiento en el centro! Legislaron a golpe de consigna para que la Justicia actuara a golpe de consigna.
La sentencia dice que "no puede obviarse que la agresión de que es objeto la mujer tiene la intensidad que tiene". Elude prudentemente una medición de la intensidad, pero se entiende que mucha no fue, puesto que no condena a cárcel, sino a multa. Dice incluso que "carece de virtualidad para anular la alegría de la mujer del éxito que acaba de conseguir". No sé qué agresión es una agresión que no anula la alegría, el contento y el bienestar, pero ahí la tenemos, tan pimpante. La Justicia hace lo que puede con el destrozo que causaron las de Montero en el Código Penal. Destrozo que hicieron con el consentimiento —en el mismísimo centro— de Pedro Sánchez.
Se va a librar el juez de las manifas que montaron contra los jueces que condenaron en primera instancia a la Manada. Se libra porque después de que salieran en libertad no sé cuántos agresores sexuales gracias al "sólo sí es sí", se acabó la luna de miel, más bien de hiel, de la que venía disfrutando la inquisición feminista. Las autoras del delirio podían hoy llamar de nuevo a la lucha final contra una Justicia patriarcal que condena poquito, casi nada, el beso no consentido. Pero han preferido, por una vez cautas y siempre oportunistas, apuntarse el triunfo que no han tenido. Si algo muestra la sentencia contra Rubiales es la estupidez, nociva estupidez, de legislar a golpe de consigna.