
El independentismo catalán perdió en octubre de 2017 una larga guerra que había empezado más de un siglo antes, allá por 1898, cuando el Imperio español dejó oficialmente de existir tras verse expulsado de Cuba a cañonazos por los acorazados de la Marina yankee. Y esa guerra la ha perdido, además, para siempre. No porque a ellos les falten las ganas de volver a intentarlo, sino porque la demografía juega en su contra desde hace más de seis décadas, demasiado tiempo. Contra un ejército o un Estado se puede luchar, pero contra lo que sucede a diario en los paritorios de las maternidades no hay absolutamente nada que hacer, nada.
Nunca se producirá, en consecuencia, un segundo procés. Es, por lo demás, algo que saben bien todos los independentistas inteligentes. Y también el grueso de la sociedad española lo percibe siquiera de forma intuitiva. Cataluña, como siempre, va a seguir constituyendo en el futuro un factor clave en esos enrevesados equilibrios de fuerzas territoriales que acaban determinando el control del poder estatal en Madrid. Pero lo hará no por la menguante relevancia objetiva del separatismo, sino por el simple peso numérico de su población. Y en la dirección del PSOE, donde no hay grandes cabezas pensantes pero sí gente lista, resultan ser muy conscientes del cambio de paradigma que supuso el fiasco del conato de secesión.
Por eso se aprestan ahora a, como sucede en el judo, usar el propio impulso del contrario para derribarlo. La condonación parcial de los préstamos blandos del FLA esconde una trampa saducea para elefantes genoveses. Ocurre que a Feijóo no le hacen falta los votos de los catalanes a fin de llegar a la Moncloa algún día. Lo único que le hace falta a Feijóo es que muchos, demasiados catalanes, dejen de votar en contra suya. Sánchez es presidente solo gracias a eso, a que montones de independentistas votan contra el líder de la oposición en las urnas. Y lo harán de nuevo si María Jesús Montero logra galvanizarlos contra el hombre del saco de Os Peares. Cosas del judo.
