
La universalización de la fiesta de Sant Jordi como Día del Libro es uno de los pocos éxitos incontestables de la catalanidad a lo largo de la Historia. Como todos los grandes hits catalanes, tiene su miga. Sirva lo que sigue como aclaración y, en cierto modo, contracrónica.
La costumbre de regalar rosas por Sant Jordi se remonta a la Edad Media. La de regalar libros la instituye un Real Decreto de Alfonso XIII en 1926. Toma ya. Fue este señor y rey el que declaró el 7 de Octubre Fiesta del Libro Español. Está claro que los de Hamás no leen. Los primeros puestos de librerías en las calles inundaron Barcelona durante la Exposición Internacional de 1929. El éxito fue mayúsculo. Poco a poco se deslizó la celebración hacia el 23 de abril, consagrado como Día del Libro en toda España desde 1930. ¡Antes de Franco e incluso de la guerra civil!
Algunos hemos creído siempre que sería mucho más bonito que la "Diada" catalana fuese el 23 de abril y no el 11 de septiembre, de vibración más ominosa. De todos modos, los buscadores de jarana nunca se van de vacío. Este año el escritor y militar en la reserva Pedro Baños tuvo que cancelar varias firmas para presentar ante los Mossos una denuncia y un parte de lesiones tras ser agredido. Los de Vox denunciaron ataques a varias de sus casetas. El amigo Sergio Fidalgo asegura que en una donde estaba él, hasta les lanzaron excrementos de perro. Yo presencié a los de siempre agitando pañolones sucios y berreando frente a la parada de la Comunidad Israelí de Barcelona, que por primera vez se sumaba a la fiesta. En fin. Mientras escribo estas líneas oigo en las noticias que el consejo de ministros ha cancelado "heroicamente" una compra de balas a Israel que eran para la Guardia Civil. Lo dicho: no es que Israel necesite "nuestras" armas para ganar la guerra, es que como ellos nos cierren el grifo, sobre todo en temas de ciberseguridad… ay. Gracias, Yolanda Díaz, que supongo que pronto presidirá la entrega a la Benemérita de un cargamento de escopetas de balines.
Seguimos. Les decía que algunos hemos creído siempre que el Sant Jordi representa más y mejor a Cataluña que el 11-S. Dicho lo cual, nada es perfecto. Hay quien cree que la Fiesta del Libro sólo debería serlo del libro en catalán y catalanista y del libro progre (no confundir con progresista, sobre todo cuando un pajarito me sopla que en la comida de la editorial Anagrama nadie se atrevió ni a pronunciar las palabras "Luisgé Martín" o "comernos un libro con patatas"; los asistentes hicieron gala de una educación exquisita limitándose a decirse "pásame la sal").
Si tu libro no es lo bastante beligerantemente catalán, progre o las dos cosas, el Sant Jordi adquiere un interesante matiz underground. Por momentos, contracultural. Me regocijo en decir que eso cada vez desanima menos a los autores y lectores no proclives a escribir ni leer en rebaño. Ha escrito certeramente en estas mismas páginas el admirado Pablo Planas que para algunos indepes en declive, el Sant Jordi se antoja el último bastión de sus pretensiones de exclusión, donde no hace tanto no se ponía el sol. Es cierto. Pero yo añadiría que se les ve más ceñudos y rabiosos precisamente porque se les está pinchando sola la pelota. Cada vez el Sant Jordi es menos sólo de ellos y más de todos. Queda trecho por recorrer, pero avanzamos en la dirección correcta, hermanos, que diría Moisés.
Mi experiencia personal: yo arranqué firmando ejemplares de En la boca del dragón (La Esfera de los Libros) en la parada de Societat Civil Catalana a las diez de la mañana. Déjenme colgarme esa medallita porque tiene mérito. SCC todavía da mucha rabia a quienes ustedes ya saben. La primera en la frente, tenían que poner la carpa en la intersección de Passeig de Gràcia con Casp y una misteriosa ordenanza de última hora les embutió Casp para adentro, en un torpe intento de aislarles de la melée. Para gran sorpresa, no sé si disgusto, de los compañeros de la SER, que hacían su directo especial Sant Jordi justo al lado.
Al salir de allí me fui al Paral.lel, donde mi amiga, la insólitamente coherente feminista Núria González, firmaba con unas amigas suyas, entre ellas la interesante Carmen Domingo. Me apresuré a adquirir su #Cancelado. El nuevo Macartismo (Círculo de Tiza).
Luego me fui pues eso, a la primera carpa de la comunidad judía de Barcelona en un Sant Jordi. Allí me merqué Out there, libro autopublicado por su autor, Omri Ginzburg, quien narra en primera persona el drama del síndrome del estrés post-traumático de la gente obligada a hacer la guerra sin parar. Ya saben por quién. Ah, también me llevé El antisionismo: ¿Un discurso de odio del antisemitismo contemporáneo?, trabajo de final de máster de mi amigo Isaac Levy Benbeniste.
Me fui de allí a la sede en Cataluña del diario ABC. Es un ático con una terraza preciosa donde se juntó mucha gente encantadora y de conversación aguda e interesante. Nos regalaron El Cultural en papel y podías elegir libros gratis de una pila. Yo alcancé a pillar La muy catastrófica visita al zoo (Alfaguara) de Joël Dicker.
Me despedí pronto porque tenía una comida con los buenos amigos de Impulso Ciudadano, que aparte de invitarnos a unos cuantos a firmar en su parada, nos sentaron a la mesa. Lo cual me permitió cambiar impresiones con la joven revelación Laura Fàbregas, autora de Diario de una traidora (Editorial Funambulista), donde narra el tránsito de un independentismo de buena fe a un antiprocesismo de sentido común y en defensa propia. Y ajena, a poco que te preocupe el bien común. Obviamente me metí al cinto este precioso libro, al que hace semanas que le tenía ganas, junto con el A calzón quitao (La Esfera de los Libros) de Alejandro Fernández. A ver qué pasa. Sergio Fidalgo me regaló un ejemplar de La corte del emperador Junqueras (Ediciones Hildy).
Pero antes de firmar mi propio libro en Impulso (junto con S’Ha Acabat y la AEB, era una parada tripartita) pegué otro saltito Passeig de Gràcia arriba para sentar mis posaderas firmantes en la carpa de la librería Byron, que cumple cinco heroicos años en Barcelona. Digo heroicos porque entre salir en plena pandemia, ser una librería normal, abierta a todo el mundo, y estar sutilmente excluida de esos circuitos invisibles donde todos los encargos y ayudas institucionales ya están dados, pues vaya, que tiene mérito que sigan abiertos y dando qué leer y qué hablar. Supongo que no es casualidad que me tocara firmar con un escritor venezolano antichavista al lado. Dios nos cría y la Byron nos junta.
Ya estaba oscuro, pero las calles seguían bombeando gente como si no hubiera un mañana, cuando conseguí empezar a hacer cola para entrar en el Dry Martini, la mítica coctelería de Còrsega con Aribau. Le tengo mucho cariño a ese local porque a) es maravilloso, b) allí presenté el primer libro que publiqué jamás, c) allí se celebra la fiesta de Sant Jordi de El Periódico, es decir, de Prensa Ibérica. Es difícil entrar porque hay que saberse la contraseña, llevar un QR y aguardar pacientemente a que el local se vacíe un poco para rellenarlo. Luego es difícil salir porque estás muy a gusto, te encuentras amigos y conocidos entrañables (el gran Sabino Méndez entre ellos…) y, superados todos los lances del día, al fin te puedes relajar y tomarte una copa. Este año estrenaban un cóctel de autor en honor de Carme Balcells y otro en honor de Antonia Kerrigan. Yo probé este último. Y con esto y un bizcocho… feliz Sant Jordi.
