
Sant Jordi. El espectáculo del catalán ufano, ese hombre persuadido de estar en el secreto de un objeto que cree desconocido en el resto del mundo, el libro. Un personaje que se contempla complacido y se presta satisfecho a comparaciones que muestran definitivamente su infinita superioridad sobre los bárbaros de la meseta. El que se solaza con sus propios sermones sobre la culta, civilizada y elevada costumbre de regalar libros y rosas, extraordinario fenómeno que solo pasa en Cataluña, proclama solemne.
Entre dudas y cogitaciones sobre si sabrán leer los españoles, avanza el prototipo de buen catalán entre puestos de rosas y paradas de libros. Todo está decorado con la bandera catalana. Edificios, carpas, tenderetes, envoltorios de plástico, bolsas, papel de regalo, el celo de empaquetar y cualquier elemento que se preste. Eso mismo con la bandera de España sería considerado un delito, una provocación, un escándalo, un exceso y una exhibición totalitaria.
Relacionar la actual celebración de la "diada" de Sant Jordi en Cataluña con la literatura es un completo disparate. Se trata de otra cosa muy diferente. El tipo de persona que se manifestaba cada 11 de septiembre a favor de la independencia con un sentido norcoreano de la disciplina es el que imprime carácter al evento, una prueba más de la resiliencia catalana. Hay hombres y mujeres en Cataluña totalmente convencidos de que sus circunstancias después del fracaso del golpe de Estado separatista son idénticas a las de los habitantes de Barcelona en 1714. Es más, te lo dicen tomándose un gintonic como para celebrar el día del orgullo.
A pesar de tan adversas condiciones, el gen catalán se viene arriba y convierte el hecho de comprar y regalar rosas y libros en una especie de cacerolada silenciosa contra el invasor español. Un delirio que supura suficiencia mezclada con toneladas de baba y melaza. Todo es un disparate el 23 de abril en Cataluña. Resulta prácticamente imposible sobrevivir al acoso de adolescentes que deberían estar en clase en vez de en la calle vendiendo rosas a unos precios exorbitados. Ejercen con el visto bueno de la autoridad una actividad que a los profesionales de los gremios implicados les cuesta un dineral en tributos locales, autonómicos y estatales. La lección está clara. Saltarse las leyes es como saltarse las clases. No pasa nada siempre que sea con la "senyera" por delante. Pretenden que sean la generación del "ho tornarem a fer" pero les están preparando un futuro de vendedores del top manta.
Es también el día de los impostores. Ni se imaginan la cantidad de impostores que firma libros. O la cantidad de pliegos de papel con lomo y cubiertas que son cualquier cosa antes que un libro. Un desastre. Otro "Onze de Setembre", pero de verdad.