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El maleficio

Tras la DANA, la peste del coronavirus, y la oscuridad total, si se empeña en seguir atrincherado en La Moncloa, seguirá la maldición con las demás plagas bíblicas.

Tras la DANA, la peste del coronavirus, y la oscuridad total, si se empeña en seguir atrincherado en La Moncloa, seguirá la maldición con las demás plagas bíblicas.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez durante el acto 'Hacia una construcción industrializada', en la 8ª edición de la Feria del sector de la edificación y la construcción REBUILD, este jueves en Madrid. EFE/JJ.GUILLÉN | EFE

No hay nada más supersticioso que un director de periódico. Allá por 2013 fui testigo. Ocurrió en la antigua sede de Intereconomía TV junto al ABC de Serrano. Por aquellos días, entre tertulia y columna, escribía yo en la extinta Época, ya entonces ahijada con La Gaceta. Acababa de redactar una historia sobre un célebre cantante gallego, cuyo nombre omitiré por razones que ustedes comprenderán a continuación. El director Carlos Dávila había inculcado el veneno de las primicias a aquella joven y talentosa redacción, y lo que yo tenía entre manos era una buena exclusiva.

Silbando y cantando lo de "Albricias traigo" de Jack Lemmon en Primera Plana, llevé orgulloso el reportaje a la subdirectora, Maite Alfageme, que tomó los folios en sus manos como tantas veces. Pero al leer el nombre del artista en el grueso titular, su rostro de amable sonrisa mutó al del Demonio de Tasmania, pero al del Demonio de Tasmania cuando apoya los testículos sobre un brasero encendido. Sin mediar palabra, me expulsó del despacho, arrojándome los papeles con apremio como si se tratara de una granada sin anilla.

Confundido, me fui a ver a mi amigo Paco Segarra para comentar con él tan extraño fenómeno en su despacho de marketing. Nunca había visto algo así. Al minuto, optamos por el método científico, y nos presentamos de nuevo los dos y el reportaje en donde Maite. De nuevo su sonrisa inicial se congeló cuando le tendimos los folios malditos. Como si hubiera visto a un inspector de Hacienda, agarró lo que tenía a mano, una grapadora de considerable tamaño, y cogió carrerilla para estampárnosla en la cabeza, comenzando una persecución entre gruesos improperios por toda la redacción, mientras insistía en su "¡largo de aquí con eso!".

Desconocíamos por entonces la fama de gafe, muy gafe, que tenía el protagonista de mi artículo. La pintoresca anécdota fue la comidilla de la redacción. Nos pasamos el día contando la historia, con ese aire de superioridad que exhibimos los creyentes ante los adoradores de tótems. Relatábamos la hazaña a un rezagado José Luis Roig compartiendo un vino en El Plató, la cafetería cuya pared del fondo era un inmenso cristal por el que se veía el plató principal de la televisión. Roig y otros tertulianos de El Gato repetían sin cesar, entre risas, el nombre del gafe, mientras que Paco y yo habíamos alcanzado una posición de cierta prudencia y manejábamos la elipsis con maestría. Dieron las nueve y por el cristal veíamos al presentador de pie en el centro del plató para dar inicio al informativo. Sonaba ya, de hecho, la sintonía, tiri tiri tiri, cuando en un instante la cámara grúa principal se desplomó ante el estupor de todos los presentes. La emisión se fue al garete, y en el video de substitución de emergencia, en vez del telediario, se podía ver a Ana Torroja contorsionándose en una vieja actuación de Mecano.

Media hora después, Paco y yo aguardábamos a otros comensales para cenar en el contiguo Pedro Larumbe. Habíamos pedimos unos cócteles y andaba el coctelero en nuestra mesa, batiendo el brebaje. Llegaron los demás con la noticia del accidente de la grúa, y tuvimos que confesar lo ocurrido con el famoso reportaje. Con gran cachondeo, nuestros amigos se afanaban en pronunciar mil veces el sospechoso nombre, cuando al coctelero, en el momento de más enérgico batido, se le abrió la tapa, provocando un géiser de varios metros que si lo evitamos fue solo por la pericia con la que nos arrojamos al suelo. La imagen melancólica del muchacho chorreando licores con un rizo de corteza de limón reposando en la solapa de su traje es ya historia del gaferío nacional. Maite, al instante, en el teléfono: "¡Os lo dije!".

Otro día, pasada la histeria, comentábamos la hazaña mientras llegábamos a El Plató para desayunar, pronunciando el nombre del cantante ya sin reparo. Fue cruzar el umbral nada más cuando se vino abajo el largo cristal que sostenía la segunda línea de botellería, destrozando contra el suelo cerca de una veintena de rones. Poca broma.

Años después, contando batallitas a mi redacción de The Objective, volví a cometer la imprudencia de mencionarlo, provocando una caída de nuestro servidor que nos dejó sin periódico durante horas. Y ya en fechas recientes, en el Sir John Moore de La Coruña, hablando del susodicho –sin citarlo- con el gran Xosé Ramón Gayoso de la TVG, a cuyo programa solía acudir el innombrable, varios parroquianos se lanzaron a mentarlo, averiando en pocos minutos la gran pantalla de plasma en la que el bar pone los partidos de fútbol.

Sin perjuicio de mi confianza en el buen Dios, sí creo que algunas personas son portadoras de una energía destructora de difícil explicación científica. He estudiado el asunto, con ayuda de la literatura existente sobre malasombras y la clasificación de Campmany y Ussía, a saber: gafe, supergafe, sonatillo y manzanoide. Y, a día de hoy, tengo la certeza de que Pedro Sánchez no es que sea un gafe, sino que es la madre de todos los gafes, necesitando incluso una sola categoría superior exclusiva para su persona. Bajo su presidencia ocurren los sucesos más perturbadores, y si aún hubiera alguna duda sobre el origen del maleficio, el inaudito gran apagón ha venido a disiparla. Allá cada cual, allá Bolaños, pero yo me moriría de pánico si fuera colaborador cercano de este presidente. Tras la DANA, la peste del coronavirus, y la oscuridad total, si se empeña en seguir atrincherado en La Moncloa, seguirá la maldición con las demás plagas bíblicas, y apuesto a que la siguiente será la invasión de langostas o la lluvia de ranas.

Y, para que conste, doy fe de que lo he advertido en esta mañana soleada, en La Coruña a 2 de mayo de 2025.

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