
La autoestima española debe estar por los suelos cuando uno de los elementos de la "gestión de crisis" que se está imponiendo es celebrar lo bien que se portan los españoles cuando hay una crisis. No es algo puntual. Al contrario. Es una pauta. El apagón de hace una semana volvió a ser ejemplo y banco de pruebas. Las alabanzas al civismo con que se portaron los ciudadanos, los elogios a la solidaridad, las loas al buen humor y la alegría manifestados aquí y allá surgieron como por generación espontánea, fueron difundidos por medios y redes, y mostraron que hay un terreno abonado para que las crisis no despierten una reflexión crítica sobre nuestros fallos y carencias como país. Para que no provoquen lo que suelen provocar las crisis y, en su lugar, aparezca una especie de acomodación festiva: sucedió algo malo, pero qué bien lo supimos llevar y qué bien nos lo pasamos. El apagón hizo aflorar, de nuevo, la demanda social que hay para que en encrucijadas críticas se siga tomando el camino de una evasión dulcificada por la autocomplacencia.
Claro que la pauta no se aplica siempre. No se aplica cuando la crisis se le puede endosar al rival político. El caso de las inundaciones de Valencia. No la aplica todo el mundo, de momento. Los que están en el viejo paradigma todavía responden a las crisis al modo tradicional. La diferencia entre lo de antes y esta pauta relativamente nueva no reside en hacerlo mejor o peor ni en tratar de eludir o no la responsabilidad. La diferencia está en tratar la crisis como crisis, que es lo clásico, o en evitar que la crisis se asiente en la conciencia colectiva como crisis. El arte está en conseguir que la crisis se trivialice, se perciba como un mal sueño del que se celebra salir y se prefiere olvidar y, de propina, pase por ser motivo de orgullo por lo del buen comportamiento. No hace falta una gran manipulación psicológica para hacerlo; basta alentar tendencias humanas. Y si sale bien, el resultado es magnífico para un Gobierno. Una crisis rebajada a la condición de mal sueño del que se sale sin traumas —¡salimos más fuertes!— es una crisis que apenas dañará su imagen.
No es puntual, es un patrón. Tiene la fase de adulación, con mucho jabón para la ciudadanía por solidaria, por alegre, por cívica. El New York Times publicó un relato de un escritor valenciano que decía que España era más segura en la oscuridad total de lo que otros lugares lo son con luz. No contaba que se reforzó la presencia policial por temor a que hubiera saqueos; no recordaba que hubo saqueos en las zonas afectadas por las inundaciones en su tierra en octubre. Y en los comentarios, pobrecitos, los norteamericanos progresistas tenían necesidad de creer que los españoles somos todos ángeles para poder creer que en su país hay demonios desde que está Trump al frente. Pero el grueso de la adulación fue interna, de nosotros para nosotros. Y fue otra vez lo de "sólo el pueblo salva al pueblo", como si viviéramos bajo el absolutismo y a los incompetentes políticos no los eligiera el pueblo salvador con sus papeletas.
Igual que en otras crisis, junto a la adulación intoxicadora se levantó el repudio preventivo de los que pudieran ponerse serios y ceñudos: los aguafiestas, los "cenizos", como los llamaron cuando estaba a la vuelta de la esquina la gran crisis económica y la negaban. Esto viene de atrás. Y siempre, en la recámara, unos chivos expiatorios y un puñado de villanos. Al final de todo, la clave del éxito de esta nueva pauta de "gestión de crisis" es muy simple y se llama olvido. Pero si queda algún recuerdo, que sea el bueno. Que sea que salimos a aplaudir, como en la pandemia. A aplaudirnos, porque cuando vienen mal dadas, España no deja de ser una fiesta.