Colabora
Masha Gabriel

España, Sánchez y "genocidio": el abuso del lenguaje y la degradación del juicio político

No es la primera vez que Sánchez evidencia su animadversión hacia el Estado judío, ni será probablemente la última.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Europa Press

En sede parlamentaria, el presidente del Gobierno español tildó a Israel de "Estado genocida". No es la primera vez que Sánchez evidencia su animadversión hacia el Estado judío, ni será probablemente la última. Más allá del estruendo mediático, lo preocupante no es tanto la acusación en sí, sino lo que representa: un nuevo ejemplo del abuso del lenguaje como herramienta de poder, una estrategia política que no sólo desvirtúa la realidad sino que alimenta un clima de radicalización emocional y política imprescindible para galvanizar a la sociedad y crear focos de atención artificiales.

Teniendo en cuenta la probada capacidad del presidente para "cambiar de opinión" con sorprendente agilidad —como cuando afirmaba que jamás pactaría con Podemos o que no habría amnistía para los independentistas catalanes— no parece que haya que tomar sus palabras con demasiada seriedad. Tal vez lo más prudente sería darles el mismo valor que a sus promesas anteriores: poca o ninguna. Y, sin embargo, ese relativismo no disminuye el daño que ocasionan. Porque cuando una figura institucional califica a una democracia occidental de "Estado genocida", no se trata sólo de una opinión; es un gesto diplomático de enorme calado, con consecuencias prácticas y simbólicas.

Israel, país con el que España mantiene relaciones diplomáticas desde hace décadas, ha sido tradicionalmente un socio relevante en cuestiones de seguridad, tecnología e inteligencia. Ante las amenazas exteriores, despreciar públicamente a un aliado que aporta conocimiento crucial para la protección de intereses europeos puede ser un gesto irresponsable, si no directamente peligroso. La acusación de genocidio —un crimen definido con extrema precisión por el derecho internacional— es un término que no puede lanzarse con ligereza. Convertirlo en herramienta retórica para desviar la atención sobre las serias sospechas de corrupción que se ciernen sobre el actual gobierno, marcar distancia ideológica o satisfacer a determinados socios parlamentarios no solo erosiona la credibilidad del emisor, sino que degrada la propia noción de "genocidio".

"Genocidio" es un término reservado para crímenes específicos y sistemáticos que buscan el exterminio de un pueblo. A la vez que el presidente español lanzaba esa acusación, The Guardian se hacía eco de que abogados del gobierno británico habían llegado a la conclusión de que no hay pruebas de que se esté produciendo un genocidio en Gaza ni de que Israel haya atacado voluntariamente a mujeres y niños. Al usarlo con tanta frivolidad, Sánchez o bien ignora qué significa o bien ignora lo que sucedería si Israel realmente pretendiera eliminar a los palestinos. Y emplear dicho término fuera de contexto, por intereses propagandísticos, es una impostura moral que lo vacía de contenido y banaliza tragedias históricas reales. Recordemos que Israel responde a una declaración de guerra lanzada desde Gaza con varios frentes y amplio apoyo desde países como la República Islámica de Irán, y lo hace en un marco de legítima defensa reconocida por el derecho internacional. Que esta respuesta tenga un alto coste humanitario no es motivo suficiente para acusar sin matices de crímenes atroces a un país que lucha por su supervivencia. Hamás podría ponerle fin a la guerra y al sufrimiento de su pueblos si aceptara terminar con su dictadura y liberar a los secuestrados.

Pero la actitud de Sánchez desde el inicio del conflicto entre Israel y Hamás ha estado marcada por una narrativa binaria que reduce la complejidad del conflicto al marco deseado por Hamás, hasta el punto de que en varias ocasiones fue felicitado por el grupo terrorista que inició la contienda. En su búsqueda narcisista de aparentar ser el campeón del la versión virtuosa del antisemtismo, el antisionismo, Sánchez ha ignorado todos los matices históricos, políticos y estratégicos del contexto hasta el punto de afirmar, también en sede parlamentaria, que "el 7 de octubre fue el día de la invasión de Israel a Gaza". Recordemos que el 7 de octubre, Israel no había puesto un pie en Gaza, sino que miles de gazatíes invadieron el sur del estado judío para lanzarse a una orgía de asesinatos y torturas sobre civiles desarmados. 1200 asesinados y cientos secuestrados.

La acumulación de reproches contra Israel, de gestos hostiles y palabras grandilocuentes, genera una impresión de evidencia irrefutable que, sin embargo, oculta la realidad política: tras haber lanzado una guerra de agresión, Gaza está sufriendo las consecuencias. Como ocurre con cualquier ataque fallido, la respuesta es dura, y los civiles —como en todas las guerras urbanas— pagan un precio terrible. Pero ignorar que la responsabilidad última de este conflicto recae sobre quienes lo iniciaron es una omisión deliberada.

La simplificación de Sánchez responde a una política de gestos, de titulares y de moralismos vacíos que solo sirven para reafirmar a los ya convencidos. El gobierno ha asumido una agenda internacional guiada por el interés doméstico, especialmente por la necesidad de complacer a socios minoritarios pero ruidosos, muchos de ellos anclados en una visión ideológica radicalizada y abiertamente hostil a Israel. Se podría hablar incluso de una secta antisemita dentro del ecosistema gubernamental, disfrazada de aparente solidaridad con el pueblo palestino. Pero lo que esta corriente no admite es la posibilidad de que dos cosas sean ciertas a la vez: que Gaza sufre una tragedia humanitaria enorme, y que Israel tiene derecho a defenderse de quienes lo atacan deliberadamente desde zonas densamente pobladas. Y es que, en la medida que pueda servirle al gobierno para lanzar balones fuera, la política exterior se ha contaminado de moralismos de Twitter, de eslóganes sin contenido, y de dramatizaciones sobreactuadas.

Más grave aún es que todo este discurso se construya desde un déficit estructural de credibilidad. No solo por parte del presidente del Gobierno, cuyas promesas han demostrado tener una vida útil más breve que un mensaje de WhatsApp, sino también por parte de su entorno mediático, donde algunos profesionales han optado por la militancia antes que por la información. La capacidad contorsionista de estos "palmeros", capaces de justificar lo que ayer condenaban si lo dice el líder adecuado, ha alcanzado niveles de virtuosismo tragicómico.

España ha pasado de ser un actor prudente y moderado en la escena internacional a convertirse en una voz disonante, marginal, cada vez más alineada con una visión emocional y polarizada de los conflictos globales. El resultado es una pérdida de influencia, una ruptura de alianzas estratégicas y una creciente percepción de que el gobierno está secuestrado por una minoría ideológica.

En tiempos de crisis, el lenguaje no solo debe informar: debe guiar, esclarecer, ayudar a pensar. Abusar de él para desviar la atención, agitar, simplificar o intoxicar el debate es una forma de irresponsabilidad política. Y es que el mal no siempre se presenta con violencia explícita; a veces llega disfrazado de virtud.

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario