
Tenía sentido el fichaje incluso durante aquellos meses perdidos en los que pareció no tenerlo. Al fin y al cabo, Modric es un apellido croata que en español resuena a Madre. Y todos hemos fingido no necesitar a una madre alguna vez, igual que todos somos del Madrid aunque no lo sepamos. A mí me encantó su fichaje por los motivos más peregrinos, que son igual de motivos que el resto, pero caminan mejor. La temporada anterior me la había pasado marcando golazos con él desde fuera del área en el Fifa, así que cuando el Tottenham se plantó y comenzó el verano largo de portadas del Marca y de Luka, rebelde, sin querer ir a entrenar, yo me sentí como el mejor ojeador del mundo sin necesidad de haberle visto controlar un balón. Los mejores amores comienzan así, sin más razones de peso que una coincidencia inaudita. Como además resultaba que su dorsal hasta entonces había sido el 14, es decir, mi número de lista en la clase del colegio, nuestra pasión no habría sido más tórrida ni si tres días antes me la hubiese predicho el horóscopo.
Aún así, fue un inicio de idilio complejo. Un arranque como de tardoadolescencia mal llevada en la que el madridismo se permitió despreciarle entre aspavientos porque intuía, supongo, que esa madre con facciones de abuela balcánica nunca nos iba a dejar de sostener. Yo, por mi parte, no desesperé. Todo en él rezumaba un amor calmado y una especie de paciencia infinita como de ama de casa de los años 50. Viví la reconciliación en Old Trafford con la alegría del hermano que ve regresar al hijo pródigo a casa; y desde entonces dejé de seguir sus andanzas por el campo acongojado por el miedo de que nadie más supiese apreciar lo que nos aportaba en silencio. Una madre, ya se sabe, no necesita ser vitoreada a cada segundo, a veces ni siquiera en la vida, para estar.
Más de una década después casi es absurdo, por obvio, decir que todo han sido enseñanzas en él. Una ardilla podría dar la vuelta al mundo ahora mismo saltando de madridista en madridista que dice haber aprendido algo simplemente observándole ser. Se llenan vídeos en Youtube precisamente con lo que nadie sabría imitarle: sus pases con el exterior; sus repliegues de cadencia larga, incansable, estajanovista, de arrancada imperceptible, pero vertiginosa; el córner de Lisboa; aquel tackle a Messi que se celebró como un gol. Otros se fijan en sus celebraciones eufóricas, entrañables, graciosas, siempre respetuosas con el rival. La alegría pura del niño que jamás dejó de disfrutar del fútbol como del refugio que le salvó de la guerra. Su humildad, su silencio, su amor. Yo, por mi parte, me quedo con su recurso más valioso, que es el que menos se le suele apreciar: saber cuando arrancar. La habilidad más enigmática de Modric, más allá de todo lo que hace genial, sólo puede desentrañarse a partir del momento en el que recibe el balón. Normalmente, lo amansa sin esfuerzo, y se sienta a esperar. Hay en esa renuncia imperceptible al arrebato un arrebato todavía más primigenio: el de quien sabe que no regatea quien es más rápido, sino quien, como un animal que se finge muerto, aguanta a que los depredadores se le acerquen para no gastar demasiados esfuerzos en depredarlos él. Sólo cuando su marca salta a la presión, en el momento en el que el rival da tres pasos hacia el balón, acelera en contradirección. Yo he visto a mediocentros mirar hacia los lados y rascarse la coronilla después de sufrir el engaño, como si en lugar de a otro mediocentro estuviesen cazando al mago Pop.
Toda vida es más valiosa cuando deja de huir. En lugar de regatear tus miedos, confróntalos pillándolos a contrapié. Algo así parecía querer decirme Modric cada domingo en el Bernabéu. Y yo ahora no puedo no preguntarme si no será eso lo que acaba de hacerle al Madrid: esperarlo hasta el momento preciso en el que se hizo necesario dejarlo atrás.
