
El vuelco de un cayuco en El Hierro cuando llegaba al muelle, acompañado por una embarcación de salvamento marítimo, ha provocado gran consternación porque han muerto ahogadas siete personas, pero no ha despertado ninguna reflexión que no sea la de que hay que revisar los protocolos de estas operaciones. Las autoridades españolas lamentan mucho lo ocurrido y los humanitarios de salón se muestran compungidos, pero las muertes de los que salen de la costa africana en cayucos o pateras no les mueven a plantearse que hay que frenar la oleada migratoria.
El Gobierno ha tirado la toalla, si es que alguna vez se propuso hacer algo. Se da por hecho que nada puede hacerse y que hay que limitarse al salvamento y la acogida de los que llegan a nuestro país sin permiso y sin papeles. Instaladas en esa posición, cómoda a corto y suicida a largo, las autoridades no hacen efectivamente nada, salvo producir demagogia sentimental. Ni siquiera son capaces de reconocer que todo lo que hacen —y no hacen— frente a la llegada masiva de inmigrantes ilegales los convierte en corresponsables de dramas como el de El Hierro. Y lo son. Si tantos inmigrantes siguen viniendo a nuestras costas aún a riesgo de morir es a causa del premio que les dan si sobreviven.
El premio es una política de acogida, que supone de facto que se pueden quedar en España. Amparados por la política de asilo, alojados y ayudados por el Estado, asesorados por unas ONGs con las que se ha subcontratado la atención a los inmigrantes, es natural que el superviviente considere que el riesgo que corrió valió la pena y así lo transmita a amigos y familiares, algunos de los cuales también querrán conseguir ese premio al que no se ahogue en el trayecto.
Provistos de una política de acogida y una legislación todo lo proteccionista y garantista que se puede desear, legislación obsoleta e inadecuada para el fenómeno de la inmigración masiva, dulcemente henchidos de los mejores sentimientos humanitarios, resulta que estamos incitando a decenas de miles de personas a que paguen mucho dinero por arriesgar sus vidas para ir "en busca de un futuro mejor". Para muchos, concluida su estancia nomádica en hoteles —los van moviendo por toda la península— ese futuro acabará estando en la calle, sobre unos cartones. Aunque serán los otros, los menos, los que concluyan el periplo consiguiendo algún trabajo poco cualificado, los que sacarán los medios de comunicación: sus historias de final feliz sirven para confirmarnos lo humanitarios que somos.
Hay dos soluciones para el problema. La primera es ser consecuentemente humanitarios. En vez de incitar a esas personas a emprender viajes peligrosos, facilitemos que vengan con todas las garantías. Es lo que proponen las ONGs. Si queremos darle a la pobre gente del mundo un futuro mejor, vayamos a buscarla: puente aéreo entre los países africanos y España, y asunto resuelto. La segunda solución es ser consecuentes con la realidad. La realidad pone límites. ¿Puede España albergar a toda la población del mundo que quiere tener un futuro mejor? Si la respuesta es no —y es no—, hay que poner freno a la oleada migratoria. La mejor forma de ponerle freno es cambiar la política de acogida por una política de devolución. Es también lo más humanitario. No incitamos a la gente a venir en cayucos. No contribuimos a provocar que la gente venga sin permiso a un país desconocido, a un entorno ajeno, alejado de sus redes familiares. Y no: la inmigración española a las Américas y a países europeos no fue así, ni remotamente. No se entraba sin permiso, no se recibían ayudas ni alojamiento de los Estados, no se iba a cobrar un ingreso mínimo vital. Lo sabe cualquiera que haya tenido familiares que fueron emigrantes, y yo, que tengo el árbol genealógico lleno de emigrantes, lo puedo certificar.
Estamos cebando lo que vulgarmente se llama "efecto llamada" de la inmigración ilegal, pero no se puede decir. Lo hacemos con la política de acogida, lo hacemos al subcontratar con ONGs tareas que deben hacer funcionarios y empleados públicos —las ONGs son parte del problema: cuantos más inmigrantes, mejor— y lo hacemos con las regularizaciones. Lo hacemos y callamos. Lo hacemos, pero nada de esto se puede decir porque decirlo es de ultraderecha. España no hace nada, la UE no hace nada. Sólo gritan: ¡que viene la ultraderecha! Y como no hacen nada de nada, más que vendrá.
