
Cándido Conde-Pumpido es un gran jurista. Que luego haya puesto su pericia al servicio de qué causas y a cambio de qué prebendas es harina de otro costal. Pero, al menos, creíamos que, cuando conculcaba el ordenamiento jurídico, lo hacía con clase. Y sabía encontrar en la ley la fisura y en el caso el matiz que a su interés convenía. Es verdad que no hay quién defienda la ley de Amnistía, groseramente inconstitucional desde el enunciado. Pero, de alguien versado como Pumpido, cabía esperar algo más que un razonamiento tosco, propio de leguleyo de café.
Tiene toda la razón la sentencia cuando dice que al Tribunal no le corresponde enjuiciar las intenciones del legislador, sino tan sólo comprobar que la norma finalmente sancionada se ajusta al ordenamiento constitucional. De modo que al tribunal importa poco el fétido cambalache que mediara hasta que el oprobioso texto vio la luz. Responde de esta manera la sentencia al torpe argumento del Partido Popular, que quizá descuidó el rigor de su discurso habida cuenta de lo amañado del futuro fallo. Pero, la indolencia del recurrente no excusa a los magistrados de hilar con la finura que se le supone a un grupo dirigido por tan ilustre togado. Porque, si es cierto que al tribunal no le cabe enjuiciar las intenciones del licurgo, a qué viene sentenciar que la ley "no responde a capricho o mero voluntarismo, al buscar una mejora de la convivencia y de la cohesión social, así como una integración de las diversas sensibilidades políticas, para superar, como objetivo de interés general, las tensiones sociales y políticas generadas con el denominado proceso independentista en Cataluña." ¿Y Pumpido qué sabe? El tribunal carece de medios para averiguar si la norma fue o no fruto de algún capricho. Encima, ¿qué más le da al tribunal lo que busque la ley? Lo que tiene que resolver es si la ley cabe o no en nuestra Constitución. Por otra parte, si el objetivo importa, es obvio que lo que busca la disposición es impunidad a cambio de investidura. Pero, como dice el tribunal, a él no le corresponde juzgar las intenciones, ni si la ley es útil o no a la consecución de qué fines. Por bien intencionada que sea, si es inconstitucional, el tribunal tiene la obligación de tacharla de tal. ¿Por qué entonces ampara su fallo en las supuestas bondades de la norma? Por la sencilla razón de que no ha encontrado mejor argumento para defenderla que la de resaltar lo ejemplar de su propósito. Y éste es tan elevado, que tiene, en contra de las afirmaciones de la misma sentencia, la propiedad taumatúrgica de convertir en constitucional lo que de forma radical no lo es. Porque lo de que la amnistía no está prohibida en la Constitución es alegación de adolescente. Aparte de que claro que lo está, implícitamente en el artículo 14, el que consagra la igualdad de todos los españoles ante la ley, con la única excepción del indulto. Y, si se prohíben los indultos generales, es precisamente para evitar que, bajo ese disfraz, se otorgue una amnistía encubierta.
Tan agreste modo de argüir se atribuye piadosamente a la ignorancia de los letrados encargados de redactar la malhadada sentencia. Pero, dada su relevancia, no se concibe que Pumpido no haya intervenido en su redacción, lo que nos conduce a la única conclusión posible: el ropón chochea.


