
Para empezar, habrá que decir que tengo ideas, no partido político. Lo digo para los muchos integrantes de esta tan extendida tendencia que consiste en etiquetarlo todo, por encima de la realidad del protagonista. Tengo ideas que, además, han ido cambiando con el tiempo. Como le gusta recordarme a mi amigo Jorge Molina, "quien de joven no es de izquierdas no tiene corazón y quien de adulto no es de derechas no tiene cerebro", en frase atribuida a Winston Churchill.
En todo caso y más allá de estas discutibles atribuciones a la edad, lo que sí parece razonable es que uno vaya cambiando de punto de vista a lo largo de su vida, más bien en función de sus propias experiencias, que lógicamente son menos a temprana edad y se acumulan conforme los años nos van agrietando la cara, el alma, el corazón y el cerebro.
Llegado a este punto de mi vida, no es difícil darse cuenta de que uno coincide con esa convención a la que hemos llegado cuando lo definimos como 'ser de derechas', aunque no esté tan claro en qué punto de tal espectro está el liberalismo que yo profeso. Siendo así y como quiera que hay dudas, podemos definirnos también por descarte, podemos concretar lo que no somos y ahí sí que queda incontrovertiblemente definido que no soy de izquierdas, básicamente porque creo en el mérito como principal definidor del movimiento social y económico, como motor de la vida.
Detesto el socialismo y el comunismo a partes iguales. Los detesto filosófica e ideológicamente porque son mentira y porque parten de la premisa de que las consecuencias del mérito han de quedar rebajadas, cuando no anuladas, por una justicia que ellos se han inventado y que en realidad es la injusticia de tratar por igual al que hace méritos diferentes. Pero los detesto porque su base fundacional y generacional es la mentira: no conozco a ni un solo socialista ni comunista que viva y aspire a vivir como ellos dicen que tienen que vivir los demás. Siendo justos, habré de decir, también, que los detesto porque son sinónimo de la más preclara e indiscutible ruina económica, como corresponde a toda ideología que desincentive el mérito y como hemos visto que lo son en todos y cada uno de los rincones donde se les ha encargado gobernar: no me viene a la memoria ni un solo ayuntamiento donde, habiendo pasado el socialismo y el comunismo, haya quedado dinero en caja al final de su etapa.
Habiendo dejado sentado ya, por tanto, que no soy de izquierdas, aunque en algún momento de mi vida haya desperdiciado mi voto votando en tal sentido (hace muchos años, pero adjudíqueseme el castigo que se crea necesario), podríamos dejar claro que soy de derechas. Pero en ese punto, encontramos a quienes introducen un nuevo elemento cuestionador: el centro. No siendo de izquierdas, es posible que no sea de derechas sino de centro. Pero, ¿qué es ser de centro? Sinceramente no soy capaz de responder a esa pregunta, aunque supongo que es algo así como estar embarazado a medias, como ser un poco del Madrid y otro poco del Barcelona, una especie de bisexualidad política o, mejor, tratar de no 'mojarse' de no identificarse con nada concreto, a ver si paso un poco desaperecibido.
Que no digo yo que eso no exista, pero repito que no tengo muy claro en qué consiste. Porque, por ejemplo, en cuestiones de mérito, que es algo que me interesa mucho a la hora de organizar nuestra sociedad, nuestro sistema laboral, nuestra estructura política, nuestra educación, en fin, todo: ¿un tipo de centro está a favor de otorgar la mayor recompensa al que más méritos atesora o no?
Vayamos al grano, que se acaba el papel: a mí me parece que esto del centro es un eufemismo de la derecha para librarse de sus propios complejos, en un país en el que tuvimos tres décadas y media de dictadura conservadora, cuya resultante, entre otras muy negativas, por cierto, fue una mejora generalizada del nivel de vida de los ciudadanos, es decir, todo lo contrario que ha ocurrido en la historia de las dictaduras comunistas y socialistas. Pero bueno, ése es tema para otro día.
Hoy por hoy, es evidente que Vox es un partido de derechas. Pero también lo son los votantes del PP, partido que, como dijo Felipe González, parece estar siempre buscando el centro y no termina nunca de encontrarlo, en una postura doblemente errónea: por un lado, porque eterniza el complejo por ser de derechas, cediendo ante la demagogia izquierdista de que derecha es igual a dictadura, una infantil analogía basada en el franquismo que insólitamente ha cuajado en este país, cuando la actual derecha española es mucho más democrática que la izquierda. Y por otro, porque cae en el error de modificar su escaparate ideológico en función de lo que cree que busca el electorado.
Las bases ideológicas, pero sobre todo las bases electorales del PP, son claramente de derechas: creen en el orden, en el mérito, en la solidaridad para quien realmente la necesita, en la igualdad de las personas y los territorios, en el estado unido y que además protege sus fronteras, en el fortalecimiento de la economía a partir de la empresa, en la transparencia y la limpieza, en la monarquía constitucional y en el estado social y democrático que es el que la Constitución consagra, en el respeto a la norma y en todo aquello que se ha pervertido en cuatro ocasiones en la historia de este país: la Segunda República, los gobiernos de Felipe y Guerra, el infausto período de Zapatero y el actual momento de desmantelamiento constitucional.
Yo, como todos esos otros votantes del PP, soy de derechas. Soy de derechas porque no soy de izquierdas. Soy de derechas porque no sé qué es el centro. Y soy de derechas porque me enorgullezco de todas esas creencias y bases filosófico-ideológicas que acabo de mencionar y otras muchas más.
No estaría mal que el PP terminase de convencerse de que es de derechas y comenzase a estar orgulloso de ello. Los españoles lo necesitamos.
