
"He conseguido en 14 días más con Aznar que en 14 años con Felipe González". Esta frase, pronunciada por el dirigente nacionalista vasco Xavier Azalluz, evidencia muy bien cómo hemos construido nuestro modelo territorial.
Las palabras de Arzalluz no eran una hipérbole: tras las elecciones de 1996, Aznar pactó su investidura con CiU y el PNV a cambio de concesiones clave. A los catalanes les cedió Tráfico, parte de Justicia y más inversiones; a los vascos, mejoras en el Cupo y el blindaje del Concierto Económico. Pero lo más trascendental fue que, como parte de esos acuerdos, Aznar se comprometió a transferir la sanidad y la educación a todas las comunidades autónomas, lo que se materializó en su primer mandato. Así, dos pilares esenciales del Estado del Bienestar pasaron a depender de 17 sistemas distintos, agravando desigualdades y debilitando la cohesión nacional.
El problema principal es que la Constitución dejó un modelo territorial abierto y la práctica de tener a partidos nacionalistas de los que depende la gobernabilidad del Estado ha hecho que este se desarrolle como un fin en sí mismo, no como una forma de organizar los servicios públicos que se prestan a los ciudadanos de la forma más eficaz y eficiente posible.
Esto ha llevado a que, ahora mismo, coexistan tres modelos a la vez: el estado centralista salido de las Cortes de Cádiz de 1812, el estado federal que se desarrolla implícitamente en la Constitución de 1978 y el estado confederal que se asienta con el cupo vasco y la aportación navarra.
El estado centralista y las diputaciones provinciales: un anacronismo que nos sale muy caro
En la actualidad, la manera en la que organizamos los servicios locales no ha mutado en su estructura con la división territorial que se hace en las Cortes de Cádiz de 1812, la cual deriva en el nacimiento de las actuales provincias.
Esto ha tenido como consecuencia que existan 41 diputaciones provinciales y más de 8.000 ayuntamientos. Sin embargo, este sistema no tiene el menor sentido, ya que padecemos de ayuntamientos tan pequeños que son incapaces de prestar los servicios por ellos mismos a sus ciudadanos, por lo que tienen que acudir las diputaciones al rescate para ejecutar las competencias que los consistorios no pueden. Esto es opuesto al modelo que se ha seguido en Europa: tenemos casi los mismos ayuntamientos que Alemania con la mitad de población y somos el único país de la UE que no ha fusionado municipios después de la II Guerra Mundial.
Por otro lado, según sendos de informes del Tribunal de Cuentas, hay diputaciones que gastan entre el 50 y el 70% de su presupuesto en su propio personal y en su estructura organizativa. Esto es el colmo de la ineficiencia, ya que, por ejemplo, según Eurostat, la UE apenas gasta el 8% de su presupuesto en esta cuestión.
Urge fusionar los ayuntamientos inferiores 20.000 habitantes para hacerlos grandes y autosuficientes, lo cual haría prescindibles a las diputaciones y permitiría prestar los servicios locales a la vez que se elimina gasto superfluo y redundante.
Economistas como Álvaro Anchuelo o Francisco De la Torre han afirmado que habría un ahorro potencial de hasta 20.000 millones al año acometiendo esta reforma. Si a Sánchez le ha costado encontrar los 13.500 millones para el incremento del gasto militar, imagínense lo que sería contar con este dinero todos los años.
Un estado federal de facto aunque no se le quisiera llamar así
El desarrollo de nuestro modelo territorial ha implicado un altísimo grado de descentralización política. Según el "Índice de Autoridad Regional" elaborado por la Universidad de Oxford, España tiene el segundo sistema político más descentralizado del mundo. Nos encontramos por encima de países mucho más extensos y con muchísima más población como Estados Unidos o México, lo cual no es racional ni tiene el menor sentido.
La madre del cordero es que el artículo 150.1 marca las competencias que son exclusivas del Estado central, pero todo esto es papel mojado cuando llega el 150.2 y te dice que se pueden ceder las competencias que sean delegables por su naturaleza, lo que en la práctica —con el chantaje de los partidos nacionalistas antes descrito— ha supuesto que se cedan competencias hasta el infinito.
Por tanto, el resultado final es que somos un estado federal de facto —aunque nuestros constituyentes no le quisieran llamar así— con enormes asimetrías entre regiones, ya que por ejemplo Cataluña tiene Seguridad y Prisiones y País Vasco un sistema fiscal propio. El Estado se ha convertido en un mero coordinador de las comunidades autónomas y lo hemos vaciado tanto de contenido que le hemos quitado la capacidad de resolver los problemas de los ciudadanos, no hay más que ver lo que pasó con la DANA de Valencia.
Urge que el Estado recupere las competencias básica en sanidad y educación para evitar que existan diecisiete sistemas distintos que provocan enormes desigualdades entre ciudadanos y son tremendamente ineficientes: la prueba más palmaria de ello es cómo está la sanidad, que hace aguas en toda España. Es imprescindible una reforma constitucional que cierre el modelo competencial y establezca que estas cuestiones son competencia exclusiva del Estado, aunque luego las autonomías se encarguen de su ejecución.
El estado confederal: unos privilegios inexcusables
Ahora vamos con el desarrollo de nuestro estado confederal, aunque no se le quisiera llamar así.
Nuestra Constitución prevé el mantener los fueros de País Vasco y Navarra, se hizo así como un intento de constitucionalizar al nacionalismo vasco. A la vista está que no se ha conseguido y, para más inri, País Vasco y Navarra están recibiendo recursos del resto de regiones, cuando por su nivel de renta deberían aportar al sistema.
Una vez más, el tener a partidos nacionalistas determinantes ha provocado que cada vez que se calcule el cupo vasco y la aportación navarra se haga con un cálculo enormemente generoso en su favor. Lo lamentable es que ahora se quiere extender a Cataluña por puro interés partidario bajo una ley que vuelve a ser a un café para todos: cada autonomía se podrá acoger o no a ese sistema, pero se obvia que si seguimos con la deriva de depender de los nacionalistas los cálculos en sus regiones les van a beneficiar en detrimento de las demás.
España necesita decidir si quiere ser un Estado fuerte, eficiente y moderno, que garantice la igualdad entre sus ciudadanos, o un mosaico de privilegios territoriales sostenido por el chantaje. Nuestro sistema se ha desarrollado mientras permanecíamos impasibles, como una rana a la que van calentando poco a poco la olla: o saltamos ahora y apostamos por profundos cambios reales, o acabaremos abrasados en las llamas del nepotismo, la desigualdad y los privilegios.
