
Vivimos una época en la que se ha normalizado que los locos estén cuerdos, los criminales lleguen a ministros, los defraudadores den lecciones de ética y los mentirosos escupan sobre la tumba de la verdad. Todos sabemos que Pedro Sánchez ha priorizado el poder sobre la integridad, manteniendo alianzas cuestionables con figuras como Carles Puigdemont, Arnaldo Otegi, Nicolás Maduro o el entorno de Mohamed VI. Él sabe que lo sabemos, pero también confía en que sus seguidores, como la señora comunista de Goodbye, Lenin, lo apoyarán contra el viento de la corrupción moral y la marea de la devastación política.
«Hipernormalización» es un término acuñado por el historiador ruso Alexei Yurchak, quien describió la vida en los últimos años de la Unión Soviética. En los 80, todos, desde la cima hasta el fondo de la sociedad, sabían que el sistema no funcionaba, que era corrupto, que los líderes lo saqueaban y que no había visión alternativa. Todos sabían que era falso, pero, sin alternativas, aceptaban esa falsedad como normal. En España sucede algo similar: las autonomías han perdido eficiencia y solidaridad; el Estado de Derecho carece de separación de poderes y respeto a los derechos fundamentales; y las mujeres, a pesar de los discursos feministas, han normalizado llevar gas pimienta en el bolso.
No equiparo España con la URSS, un régimen totalitario hasta las entrañas. Pero, aunque Un mundo feliz de Huxley no es tan violento como 1984 de Orwell, no por ello es menos opresivo. En el Occidente actual, y en España especialmente, chapoteamos en un océano de corrupción moral, degradación económica y miseria política. La élite, que debería liderar, se ha convertido en una casta extractiva al servicio de sus propios intereses. Por cada escándalo señalado, como el caso Koldo o los contratos opacos de la pandemia, hay muchos más que permanecen ocultos. Y lo peor: no pasa nada. Ahí está Pedro Sánchez, aferrado a la poltrona, esperando que un escándalo de la oposición tape el hedor de su presidencia, o una cadena de televisión contratando como tertuliana a una política del PP que mintió sobre sus credenciales académicas. Un presidente sin principios básicos y una tertuliana sin méritos académicos son los rostros de esta hipernormalización del fraude.
Este fenómeno se extiende a todos los ámbitos. En el sistema educativo, se expiden títulos como churros bajo el mantra posmoderno de que lo importante no es saber, sino «aprender a aprender». La cultura del mérito y el esfuerzo se niega y se criminaliza, mientras se anima a los jóvenes a ser influencers, vendiendo su alma, su físico y su inteligencia por un puñado de likes. Y, como el sectarismo se premia en el show mediático, se pierde capacidad crítica y rigor.
La sensación de irrealidad lo impregna todo. Los bulos y fakes se cuelan por las rendijas de las redes sociales, afectando el núcleo de la realidad. Un ejemplo es la girl math, que plantea que, si compras una camiseta y la devuelves a las dos semanas, «ganas dinero» porque el reembolso se siente como un beneficio. Este disparate, copiado de una revista «femenina y feminista» de gran tirada, pasó de ser una parodia sobre falacias financieras a una creencia para quienes priorizan el consumo impulsivo. Peor aún, tenemos a una ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que parece razonar con esa lógica: «Si compro entradas para un concierto dentro de tres meses, cuando llega el día, siento que voy gratis». Al menos, su predecesor, Cristóbal Montoro, sabía que dos más dos son cuatro, no un corazoncito rosa.
Para recuperar la cordura, urge restaurar la meritocracia, fortalecer la separación de poderes y exigir responsabilidad a quienes lideran. Solo así podremos salir de este lodazal de hipernormalización y construir una sociedad que valore la verdad sobre la falsedad
