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José T. Raga

Qué tendrán esos títulos

¿Qué tendrán esos títulos universitarios para que, quienes los pretendan sin méritos, mancillen su dignidad, falsificándolos o simulando su posesión?

José María Ángel Batalla, excomisionado de la dana en la Comunidad Valenciana | Europa Press

Algo tienen que tener, para que tanta gente les rinda tributo, de tal naturaleza, que les haga perder el propio sentido de su dignidad irrenunciable, que era la nota que les distinguía del resto de seres vivos de la creación.

Me atrevo a situar la cuestión en hace unos cincuenta años, cuando cundió en la sociedad española un vocablo que se prometía identificador de una enfermedad contagiosa; se trataba de la titulitis – visión eufórica del título superior universitario, como garantía para una vida profesional de nivel y respeto social encomiables –.

Fue el comienzo de datos desalentadores –crecimiento de titulados superiores en busca de empleo–, de donde surgió que, aquella prédica de las bondades y seguridad de un título superior como garantía de un buen empleo, cedía paso a la opinión, más matizada, de que la supuesta garantía no existía en absoluto.

Opiniones y opciones las hubo de todas las especies y, en el intento, muchos universitarios, que carecíamos de patrimonio familiar, apostamos por incrementar el patrimonio intelectual a través de los estudios universitarios pues, al menos, a mayor conocimiento, mejor comprensión del mundo y más preparación para hacerle frente.

Todo ello, tras una guerra de destrucción y una postguerra de escasez, se presentaba como deseable, legítimo y, en ocasiones, como posible, aunque sin la seguridad de su consecución, como en algún momento se había vaticinado.

Las universidades de los cincuenta – doce Universidades Literarias dependientes del Ministerio de Educación y Escuelas Técnicas Superiores, cada una dependiente de su respectivo ministerio – eran las protagonistas de la educación/formación universitaria para atender la demanda de los jóvenes que aspiraban a un modo de vida diferente, y supuestamente mejor, que el de sus progenitores. Nada se garantizaba, pero todo se ofrecía, asumiendo cada parte la responsabilidad que le era propia.

Tendríamos que llegar al siglo XXI, para que aquellos que habían vivido con admiración y una buena dosis de pasión la vieja Universidad, y habían digerido el diagnóstico de la titulitis, conocieran un hecho insólito, tristemente no aislado ni tan excepcional: la falsificación, o simplemente la atribución falsa de titulaciones, buscando fines laborales o de currículo, que creían poder conseguir – y posiblemente hubieran conseguido – con la posesión de un título universitario.

De aquí, el título de estas líneas. ¿Qué tendrán esos títulos universitarios para que, quienes los pretendan sin méritos, mancillen su propia dignidad humana, falsificándolos o simulando su posesión?

No resulta arriesgado suponer que quienes no obtuvieron el título por holganza o falta de capacidad, intentaran acceder, mediante su falsificación, a los cuerpos más altos de la Administración del Estado, superando las pruebas de selección requeridas, de mayor dificultad que la propia obtención del título.

La Administración –por su vinculación indebida con los partidos políticos– vendría a allanar el camino a los pseudo-titulados, ampliando el número de plazas para contratados, en detrimento de las de funcionarios, haciendo uso del nombramiento de libre designación, dando por supuesta la titulación/competencia requerida.

Vender la primogenitura/dignidad por un plato de lentejas, estaba ya en el Antiguo Testamento [Génesis 25: 29-34]. El espectáculo, más deprimente, imposible.

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