La denuncia del "discurso del odio" ya es pieza habitual del discurso político de los partidos de izquierda. No lo es por la claridad del concepto, sino por lo contrario. El historial de su uso y abuso lo muestra. Se acaba de utilizar, lo han hecho altos cargos del Gobierno, para condenar las protestas ante un centro de acogida de menas en el barrio madrileño de Hortaleza después de la violación de una menor. Los altercados en Torre Pacheco a raíz de la paliza a un vecino por parte de un magrebí fueron igualmente ubicados bajo la temible rúbrica del "discurso del odio". Y la acusación más repetida de los partidos de izquierda contra Vox es que se dedica a eso, a difundir el "discurso del odio".
Los acusadores dan por hecho que no necesitan argumentar su acusación. Actúan como si la justificación fuera evidente y no hiciera falta darle más vueltas. Al mismo tiempo, los vemos absteniéndose de utilizar el famoso concepto en ocasiones donde hay los mismos o más motivos para usarlo. Las amenazas y la vandalización de una heladería barcelonesa por no hablar en catalán a una clienta no las enmarcan en el "discurso del odio", pese a que este tipo de incidentes son frecuentes y están alentados por organizaciones nacionalistas, medios de comunicación y cargos públicos. Las protestas contra la presencia de israelíes en competiciones deportivas, como ahora en la Vuelta ciclista, o en concursos como Eurovisión, tampoco las insertan en el "discurso del odio". Todas las barbaridades que se digan contra los israelíes y los judíos las eximen de pertenecer a la odiosa categoría, y aceptan - o celebran - que se diga impunemente que "los judíos son nazis".
A la vista del uso arbitrario del concepto, lo mejor sería descartarlo, pero ahí topamos con su utilidad política. El tema del "discurso del odio" funciona hoy en política como una fatua simbólica: condena al acusado a la expulsión de la vida pública y democrática y, sobre todo, condena a expulsar del recinto democrático a opiniones e ideas que se consideran parte de ese "discurso". Una de sus funciones primordiales es enmascarar la censura. Tenemos censura sin llamarla censura, bonito avance. La libertad de expresión se recorta en nombre de la causa contra el "odio" y el debate político y público se censura con la misma justificación. Todo por una buena causa, se dirá, pero las buenas causas suelen tener su cara oculta y sus extraños aunque no imprevistos efectos.
La buena causa de no permitir el odio resulta que da permiso para odiar. Anima a odiar a los acusados de hacer el "discurso del odio". Ese odio se vuelve así respetable, incluso admirable. Es, digamos, el odio decente. No hay que encubrirlo ni reprimirlo. ¡Es un odio por una buena causa! Los que se animen, y nunca faltan, pueden odiar a cara descubierta y desde la atalaya de la superioridad moral, en vez de hacerlo con mala conciencia. La campaña contra el "discurso del odio" es un instrumento para alentar el odio político, para que ese odio resulte aceptable, mediante el artificio de hacer del odio una virtud.

