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De Charlie Hebdo a Charlie Kirk: yo soy Charlie.

Es urgente reivindicar el humor como defensa insustituible de la libertad: la prueba del algodón para saber si una sociedad sigue siendo abierta.

La cultura liberal clásica, fundada en la crítica, el diálogo y la desconfianza ante los dogmas, está siendo sitiada por extremos que coinciden en su aversión a la discrepancia. De París a Texas, las palabras y las caricaturas se han transformado en campos de batalla, y el humor ha pasado de ser escudo civilizador a convertirse en delito para inquisidores nuevos. Hoy han asesinado a Charlie Kirk como ayer a Charlie Hebdo.

Las sátiras de Charlie Hebdo dejaron claro —al precio más alto: el asesinato de los ilustrados ilustradores satíricos a manos de los fundamentalistas islámicos— que el humor es el termómetro de la sociedad abierta: donde no hay espacio para la risa a costa de dioses, dogmas y tabúes, lo que impera es el miedo hermanado con el odio, hijo de la ignorancia.

Hoy, no solo el integrismo religioso amenaza nuestras sociedades abiertas. También la derecha reaccionaria, pero, sobre todo, la izquierda heredera del terrorismo socialista –la que canta hoy la Internacional a ritmo de reguetón–, ha asumido posturas dogmáticas en nombre de causas legítimas, pero con métodos antiliberales, sectarios y violentos. Lo llaman "lado correcto de la historia" y "supremacía moral" como antes llamaron a las chekas y los gulags "el paraíso socialista".

Un ejemplo de esta neoinquisicón socialista. J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter, se ha convertido en blanco de un odio tribal del que sola protege la firmeza de su carácter y una cuenta corriente a salvo de cancelaciones. Su pecado: expresar dudas sobre algunos postulados contemporáneos del activismo trans. ¿La respuesta? Amenazas de muerte y linchamiento digital. Las palabras de Rowling en X, un reducto de la libertad de expresión del que han huido los que pretendían imponer mediante censura y silenciamiento un pensamiento único, condensan nuestra actual encrucijada:

«Si crees que la libertad de expresión es para ti, pero no para tus oponentes políticos, eres antiliberal. Si ninguna evidencia contraria puede cambiar tus creencias, eres un fundamentalista. Si crees que el Estado debería castigar a aquellos con opiniones contrarias, eres un totalitario. Si crees que los oponentes políticos deberían ser castigados con violencia o muerte, eres un terrorista.»

El liberalismo no consiste en una tolerancia aséptica, como advirtió Popper, sino en la capacidad de soportar la incomodidad ante ideas, imágenes o chistes que hieren sensibilidades, con la única excepción de la violencia. Pero la izquierda hegemónica está tratando de equiparar los discursos críticos con sus postulados con violencia, para poder así silenciar, torturar y asesinar impunemente. En el momento en que las convicciones adoptan el blindaje de la fe desaparece el terreno de juego compartido y queda la guerra cultural y el terrorismo ideológico. Una gran parte del espectro político está tentado por renunciar a la utopía de John Stuart Mill: la confrontación irónica y no violenta de ideales rivales.

Es urgente reivindicar el humor como defensa insustituible de la libertad: la prueba del algodón para saber si una sociedad sigue siendo abierta. Defender que nada ni nadie —sea profeta, presidente o quien sea— merece inmunidad ante la broma es el mejor antídoto contra la intolerancia.

Polarizar sin demonizar, sin sacrificar la condición humana del adversario ni exigir su destrucción cívica o física: esta es la esencia del espíritu socrático que llevó al filósofo griego a ser sacrificado en el altar de la democracia populista ateniense. Por el contrario, la cultura liberal del diálogo no teme la polémica: la desea, porque solo en el yunque del intercambio de opiniones fundamentadas en argumentos y datos se templa la libertad.

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