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Estado de docilidad

Antes de que el lenguaje viniese a vestir la realidad desnuda lo único que existía era eso: desnudez. Y decir desnudez en este caso es lo mismo que decir violencia, pues no hay nada más violento que la verdad.

Ocurre que, antes de que el hombre tuviese a mano las palabras, lo único a su alcance era la mano en sí. Con "mano" quiero decir sus puños, o sea, cualquier cosa que esos puños agarrasen y sostuviesen, dos conceptos inocentes sólo en la medida en que preceden a otros dos más turbios como "arrojar" y "golpear". No sé si se me entiende. Otra forma de explicarlo sería que antes de que el lenguaje viniese a vestir la realidad desnuda lo único que existía era eso: desnudez. Y decir desnudez en este caso es lo mismo que decir violencia, pues no hay nada más violento que la verdad.

Se trata de un símil interesante. Vendría a sugerirnos que lo que hay detrás del surgimiento del lenguaje es un proceso parecido al del modista que confecciona sus prendas. Y que hablar, por consiguiente, no es otra cosa que elegirle el outfit a lo que ven nuestros ojos, no tanto por ocultarlo o censurarlo sino más bien para estilizarlo, es decir, para hacer más tolerable la verdad.

Conviene tener esto en cuenta cuando hablamos de la responsabilidad de los discursos públicos. Desde hace un tiempo yo observo a opinadores, a diputados, a asesores, a ministros y, más o menos, a cualquier persona que pasa por ahí y que por casualidad tiene acceso durante un rato al atril desde el que nos dispensan los mensajes a paladas, como si fuéramos cerdos. Me los quedo mirando igual que si estuviese viendo a estilistas ciegos y, por seguir con la metáfora, me veo asaltado de improviso por el impulso agresivo de prescindir de ellos, de permitir que la realidad nos venga tal como nace, con sus encantos al aire, en lugar de con ese popurrí de ropajes que pretenden hacernos imposible interpretarla.

Es un impulso problemático. Algo así como la llamada de la tribu. Una ofuscación prehistórica que rechaza esta era de posverdad contemporánea, por lo que tiene de confusa, y que reclama una especie de retorno huidizo hacia el antiguo estado de naturaleza, allí donde la mentira era muda porque lo único que teníamos a nuestro alcance eran los puños, es decir, cualquier cosa que agarrásemos y sostuviésemos, arrojásemos y golpeásemos.

En un estado así, quién sabe, por lo menos no tendríamos que soportar a quienes violan la Constitución en aras de la "constitucionalidad". A activistas y simpatizantes de satrapías asesinas etiquetando arbitrariamente como "genocidas" a todos aquellos que les caen mal. A reaccionarios pidiendo el voto en nombre del "progreso". A propagadores de bulos erigiéndose en defensores de la "verdad". O a fascistas que continúan sin condenar asesinatos políticos exigiendo represalias contra el "fascismo" de las que fueron sus víctimas.

En fin. Supongo que eso es precisamente lo que quieren. Tenernos salvajes y desorientados. En un estado fronterizo con la docilidad.

En España

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