
Una tarde improbable, diríase que incluso inverosímil, en un bar del centro de Madrid, el célebre Garibaldi, se encontraron Vito Quiles, Irene Montero y Noam Chomsky. No se sabe bien cómo —quizá a Tinder se le cruzaron los cables o tal vez fue el destino riéndose de la polarización.
El camarero, con Che Guevara estampado en la camiseta entre sorprendido y resignado, tomó nota.
—¿Qué van a tomar?
—Una cerveza artesanal y libre de subvenciones —dijo Quiles con su omnipresente sonrisa, flequillo y micrófono.
—Un vermut con conciencia de clase y perspectiva de género —pidió Montero, fiel a sus principios incluso para elegir bebidas.
—Agua —respondió Chomsky—. El lenguaje ya es suficientemente intoxicante en esta fonda.
Bebieron en silencio durante unos segundos. Luego Quiles, como quien lanza la primera piedra y mirando alrededor preguntándose qué hacía un pijo como él en un garito de perroflautas como ese, dijo:
—El otro día me cancelaron una charla en una universidad. Al parecer, mi presencia "incomodaba" a vuestros colegas de extrema izquierda —mirando a la caudilla podemita como si esta fuese a sacar un piolet del bolso de un momento a otro.
—¿Y te sorprende? —replicó Montero, mientras sacaba del bolso un pintalabios de Chanel en lugar de un piolet—. Hay discursos que no son solo ideas: son estructuras de dominación. ¡A los fascistas se les combate, no se les debate! ¡Eres un escuadrista!
— Habló la bolche… Claro, como a ti los rectores zurdos te tienden una alfombra roja (con retintín) ¿Y quién decide eso? —preguntó Quiles—. ¿El comité de sensibilidad emocional, el politburó del lado correcto de la historia, un chiringuito estatal de superioridad moral?
Chomsky levantó la mirada con la calma del lingüista que ha visto de todo, seguramente echando de menos cuando debatía con Foucault y Skinner:
—Las universidades deberían ser espacios de conflicto racional, no de exclusión moral. Cancelar a alguien no destruye su discurso, solo lo traslada a otro canal, generalmente más tóxico.
—Pero también hay límites —dijo Montero, frunciendo el ceño aunque sintiéndose respaldada por las fotografías de Lenin y Gramsci, Ed Gein y Charles Manson, la Pasionaria y Otegi—. No todo es debatible. Hay ideas que niegan derechos fundamentales.
—Y, sin embargo —intervino Chomsky, apoyando las manos sobre la mesa—, si crees en la libertad de expresión, crees en la libertad de expresión para las opiniones que no te gustan. Goebbels estaba a favor de la libertad de expresión solo para las opiniones que le gustaban. También era Stalin favorable a la libertad de expresión, siempre que no se apartase ni un milímetro de la línea marcada por el Partido Comunista. Pero si estás de verdad a favor de la libertad de expresión significa que estás a favor de la libertad de expresión precisamente para las opiniones que desprecias. De lo contrario, no estás a favor de la libertad de expresión.
Montero lo miró con un gesto entre respeto y fastidio.
—Eso suena muy bien, Noam, pero la libertad también tiene consecuencias.
—Cierto —replicó él—. Pero la censura tiene aún más.
El camarero regresó con las bebidas.
—Por lo que oigo, aquí todos están a favor de la libertad de expresión… pero con asteriscos.
Rieron, aunque cada uno por motivos distintos.
—Lo que pasa —continuó Montero— es que muchos confunden "libertad de expresión" con "derecho a un megáfono". No se trata de prohibir, sino de contextualizar.
—Y muchos confunden "contextualizar" con censurar —replicó Quiles, que se señalaba, provocador, la pulserita en la muñeca con la bandera rojigualda—. No hace falta un megáfono, basta con no tener miedo al debate.
—Ambos tienen razón —dijo Chomsky—. El problema no es el derecho a hablar, sino el sistema que decide a quién se escucha.
Hubo un silencio denso, roto solo por el tintineo de los vasos. Fuera, un grupo de estudiantes gritaba consignas contra una conferencia que ni siquiera sabían quién impartía. En realidad, era Valdano que iba a hablar sobre Messi como núcleo irradiador y la seducción de los sectores futbolísticos laterales.
Chomsky los observó desde la ventana.
—La juventud tiene razón en rebelarse —dijo—. Sobre todo porque el poder siempre se disfraza de virtud, aunque dicha virtud consista realmente en el vicio apoyado en la traición y envuelto en la demagogia.
Quiles sonrió con ironía.
—Así que todos somos prisioneros del discurso.
—Exacto —respondió el lingüista—. Pero algunos, además, se creen con el derecho a ser los carceleros.
Montero apuró su vermut de color violeta.
—Tal vez el problema no es quién habla, sino para quién. La libertad de expresión también depende del altavoz social.
Chomsky asintió.
—Y de la capacidad crítica del oyente. La censura más peligrosa no es la del Estado, sino la del conformismo.
El camarero se acercó con la cuenta.
—¿Y esto quién lo paga?
Chomsky deseó salir corriendo en nombre del anarquismo y en contra del capitalismo, como en los viejos tiempos, pero sus rodillas de casi cien años se rebelaron y se limitó a sonreír:
—El sistema. Siempre el sistema.
