
La polémica desatada en Cataluña por el nuevo disco de Rosalía, Lux, supera con creces el ámbito musical. Tres voces públicas, Juliana Canet, Manel Vidal y Jair Domínguez, han convertido un gesto artístico en una afrenta política, acusando a la cantante de "humillar a los catalanes" por haber hecho cantar en castellano a los niños de la Escolanía de Montserrat. El reproche no es una simple crítica estética: revela un fondo ideológico que confunde identidad con exclusión, y cultura con frontera. En el corazón de esta controversia late un fenómeno que debería preocupar a toda sociedad democrática: el racismo cultural del nacionalismo catalán.
Resulta paradójico que quienes se autoproclaman defensores de la diversidad se indignen porque una artista nacida en Cataluña cante en la lengua común de su país. Rosalía no ha cometido más "pecado" que ejercer su libertad creativa y elegir el castellano, una lengua hablada por más de quinientos millones de personas y compartida, también, por la inmensa mayoría de los catalanes. Que desde un medio público como Catalunya Ràdio o desde las redes sociales se la acuse de "traición" por ello, es un acto de coacción moral que no tiene cabida en una sociedad libre.
Las declaraciones de Canet, Vidal y Domínguez, respaldadas por una atmósfera mediática alentada por TV3, Catalunya Ràdio y otras plataformas nacionalistas, no son simples opiniones. Funcionan como instrumentos de presión ideológica y como altavoces de una concepción excluyente de Cataluña. No tienen otro fin que cancelarla mediante esa odiosa tendencia neomedieval con barretina de convertir en herejes a cuantos tienen opinión propia. En su discurso, Montserrat deja de ser un santuario católico universal para convertirse en una especie de templo político de la "nación catalana", donde sólo una lengua, la catalana, tendría derecho a sonar. Esa apropiación simbólica del catolicismo es profundamente contraria a su naturaleza cristiana, porque el catolicismo cristiano es católico precisamente porque es "universal", abierto a la humanidad entera. Pretender que Dios sólo hable catalán es una blasfemia cultural y un disparate teológico.
El gesto de Rosalía, lejos de "humillar" a nadie, honra la esencia más pura del catolicismo: la comunión entre diferentes. Que la Escolanía de Montserrat cante en castellano —como también ha cantado en latín, inglés o alemán— no degrada la identidad catalana; la engrandece, porque la libera del encierro tribal y la proyecta hacia el mundo. Montserrat, símbolo espiritual de Cataluña, no pertenece a una ideología, ni a un partido, ni a una lengua, pertenece a todos. La propia Virgen de Montserrat, La Moreneta, fue siempre venerada por creyentes de toda España y del mundo hispano, mucho antes de que el nacionalismo intentara convertirla en emblema de una etnia excluyente.
El problema de fondo no es Rosalía, sino la deriva totalitaria de un pensamiento que busca uniformar la cultura y la enseñanza bajo una sola lengua y una sola visión de Cataluña. Desde hace cuatro décadas, los gobiernos nacionalistas catalanes han marginado el castellano en las escuelas, pese a las reiteradas sentencias del Tribunal Constitucional, del Supremo y del TSJC, que reconocen el derecho de los alumnos a recibir enseñanza también en la lengua oficial del Estado. Ese es el problema de fondo, la exclusión de la lengua española de todos los ámbitos institucionales, sociales, religiosos, deportivos, culturales… Porque en Lux, Rosalía no sólo ha cantado en castellano, lo ha hecho en catorce idiomas, entre ellos el catalán (además del Inglés, latín, japonés, italiano, alemán, ucraniano, árabe, siciliano, francés, mandarín, hebreo y portugués); pero ese es el problema, que haya cantado en castellano. Exactamente lo que pasa en la escuela, no se trata sólo de estudiar en catalán, se trata de que sea exclusivamente en catalán. De ahí la inmersión lingüística, de ahí la exclusión de la lengua española de la escuela catalana y de los derechos civiles de los hispanohablantes.
Esa vulneración sistemática de derechos lingüísticos no sólo contradice la Constitución española y el propio Estatuto de Autonomía, sino que erosiona los principios básicos de igualdad y libertad. Lo que se presenta como "normalización lingüística" se ha convertido en una política de exclusión que trata a los catalanes castellanohablantes como extranjeros en su país.
El caso Rosalía es, por tanto, mucho más que un episodio mediático. Es un síntoma de la intolerancia cultural que florece cuando la identidad se convierte en dogma. Juliana Canet, Manel Vidal y Jair Domínguez no defienden la cultura catalana, la reducen a un instrumento político, como si sólo pudiera existir dentro de los límites del independentismo. Su nacionalismo lingüístico no es amor por la lengua, sino odio al otro. Y cuando una ideología se alimenta del odio, termina destruyendo precisamente aquello que dice proteger. Lo ha dicho Jair Domínguez con todas las letras: "Estamos en guerra contra España".
La Constitución española, como los Derechos Humanos y el mensaje cristiano, se fundan en la misma idea: la dignidad universal de la persona y su libertad para expresarse, creer, pensar y crear sin miedo. Defender a Rosalía no es tomar partido por una lengua, sino por esa libertad. Y en tiempos de uniformidad impuesta, su decisión de cantar en castellano en el corazón de Montserrat no es una "humillación", sino un acto de coherencia y valentía.
Porque el arte, como la fe, no tiene fronteras. Y frente a los nuevos inquisidores del pensamiento único, conviene recordar que la espiritualidad católica no fue nunca una religión de pueblos elegidos, sino de almas libres.
CODA: De lo que se trata es de amedrentar a Rosalía, llevarla al redil, reducirla a un zombi más al servicio de la causa nacionalista como han venido haciendo los últimos cuarenta años con todo aquel que se negaba a arrodillarse ante su bragueta; y si tal empresa ya no fuera posible, al menos que no sirva al enemigo. Aunque para su desgracia, el alma de Rosalía ya es universal.
