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Cristina Losada

Gana la ley, pierde el relato

No hay que celebrarlo, porque es lo normal. Lo normal en un Estado de Derecho y en una democracia. Que la ley se aplique. Que los delitos se condenen.

EFE

Nadie está por encima de la ley. Si se puede extraer algún mensaje de la sentencia que condena al Fiscal General del Estado por un delito de revelación de datos reservados, ése sería. Simple y claro. Que un cargo público, por muy arriba o muy protegido que esté, no puede cometer un delito impunemente. Un mensaje que sería innecesario hacer patente, si no fuera porque el Gobierno y sus satélites estuvieron empeñados en interferir en el proceso judicial que afectaba a García Ortiz e hicieron de la defensa cerrada de su conducta ilícita, un asunto de vital importancia política para ellos. Sólo para ellos. Para el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, la sentencia tiene una importancia muy distinta. Ni política ni cortoplacista, sino medular y de interés general. Porque, a pesar de la fuerza de las presiones gubernamentales, de la maquinaria, las maniobras, las trampas y los enredos, se ha aplicado la ley. Esto es, caiga quien caiga.

No hay que celebrarlo, porque es lo normal. Lo normal en un Estado de Derecho y en una democracia. Que la ley se aplique. Que los delitos se condenen. Que se condene a un Fiscal General si comete un delito. Todo esto es normalidad. Una normalidad que pone fin a un escándalo, porque un Fiscal General debe perseguir el delito y no cometerlo. La ley es la normalidad frente a la anomalía de un Fiscal General que muta en apparatchik de partido para servirle en bandeja al Gobierno la información reservada con la que lanzar una campaña, otra más, contra la presidenta de Madrid, Díaz Ayuso. La anomalía no es condenar a la autoridad que revela secretos o informaciones a los que tiene acceso y que no deben divulgarse. Lo anómalo sería dejarlo pasar, porque es una autoridad y le hizo un favor al Gobierno.

Anómalo es acusar al Supremo de "golpismo judicial" y de "interferir en la vida democrática", como hace Sumar, o de querer tutelar y amordazar la democracia, como dijo Sánchez en aparente reacción a la sentencia. Revelan, de paso, cuál es su idea de la democracia: que el poder ejecutivo pueda actuar sin límites, sin control y sin contrapesos. Que el poder judicial sea un apéndice suyo y la Fiscalía sirva para perseguir al adversario político. En el Gobierno ha causado especial indignación que la sentencia se diera a conocer en el 50 aniversario de la muerte de Franco. Vaya, hombre. Les indigna la normalidad democrática española, que existe a su pesar. Les indigna que ni el Supremo ni nadie den importancia a un aniversario, que sólo es significativo para unas decenas de nostálgicos y para los obsesos por resucitar un pasado remoto e irrelevante desde hace mucho.

En la izquierda dicen ver la condena al Fiscal como señal de una pervivencia del franquismo. Estos hacen franquista al que no les obedezca: otra dictadura. Si pudieran. Pero lejos de tal delirio, la sentencia da señal de que no se han torcido y pervertido todas las normas e instituciones de una democracia liberal. Ha ganado la ley y han perdido los que no dudan en quebrantarla con el fin de "ganar el relato".

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