
Encomendarse a Carles Puigdemont para dar cualquier campanada que cambie el gobierno de España tiene tanto futuro como presentar una moción de censura con el difunto Adolfo Suárez de candidato. Junts per Catalunya está cayendo mucho más a plomo de lo que las encuestas se atreven a revelar. Por lo menos mientras Puigdemont siga siendo el líder, a la que empiecen a ponerles urnas por delante tienen garantizada la insignificancia, sino la desaparición.
Quién te ha visto y quién te ve. De las mayorías absolutas de Jordi Pujol a la trinchera donde mucho exconvergente busca desesperadamente que todo vuelva a ser "como antes", entendiendo "como antes" disponer de predios institucionales ilimitados, de poder vivir de lo público desde la primera dentición hasta la jubilación. Por eso muchos se pasan, o intentan pasarse en masa, a las filas de Sílvia Orriols. Si no les coloca ella, ¿quién?
Otro día si quieren hablamos de cómo y por qué ha acabado viéndose la familia Pujol en el banquillo, y del impacto que eso tiene en Cataluña. En toda ella. Es complicado de entender desde fuera. Hoy me interesa señalar que incluso con esa negra mancha en su expediente, el pujolismo tuvo virtudes políticas poco comunes que ninguno de los herederos de su espacio político ha conseguido igualar. Que incluso entre todos se han cargado.
Pujol consiguió en los 80 algo que parecía imposible: que en Cataluña no gobernara la izquierda. Acordémonos por favor de cómo estaba entonces el patio político. Felipe González arrasando. Carismáticos alcaldes comunistas por todas partes. La UCD disolviéndose como un azucarillo, la derecha iniciando una larga travesía del desierto que se prolongaría hasta 1996. No es raro que ante la primera victoria electoral (en minoría) del líder de CiU, la izquierda catalana decidiera no darle ni agua, convencida de que aquello no podía durar. Que Dios les conserve la vista. Duró veintitrés años. Habría podido durar incluso más de no liarse el patriarca del nacionalismo catalán -muy en contra de sus instintos- a asumir un temerario protagonismo en la política española. Si las alianzas con Felipe ya le hicieron mella, los suscritos con José María Aznar fueron el principio del fin.
Dicen que Pujol se quedó lívido el día que un historiador extranjero le dijo que él sería recordado más por lo que había hecho por España que por Cataluña. El caso es que él probablemente no tenía alternativa. Había sido preso político del franquismo. Era un hombre de la Transición. ¿Un hombre de Estado sin Estado? ¿Un español del año sin España?
Pujol tuvo la visión de usar el antifranquismo como combustible de una idea de Cataluña muy beligerantemente nacionalista, pero a la vez muy inteligentemente transversal e inclusiva. Fue el maestro de la ambigüedad calculada, de decirle a todo el mundo lo que quería oír. El que soñaba con la independencia podía leer entre líneas que hoy no se fía, pero mañana sí. El que no quería llegar tan lejos se quedaba tranquilo. Los catalanes de pura cepa entendían que se les estaba diciendo por lo bajini que eran superiores. Los llegados de fuera entendían que alcanzar ellos mismos esa superioridad era sólo cuestión de tiempo. Su mayor acierto fue anteponer siempre la cohesión interna de la sociedad catalana, o la mayor cohesión interna posible dadas las circunstancias, a cualquier otra consideración.
Seguramente su peor error fue pensar que su legado era tan sólido que lo podían manejar incluso sucesores incompetentes y ablandados por años de vivir de rentas. Aunque a lo mejor algo se temía cuando, a punto de retirarse, Pujol dio una conferencia en Madrid donde se lamentó de que no le hubieran dejado llegar más lejos en términos de singularidad catalana, que él entendía que eso cabía en la Constitución. Le dijeron que no y respondió con un mensaje de despedida ominoso: que después de él, vendría el diluvio.
De ese discurso pronto va a hacer, ya es simetría y casualidad, otros veintitrés años. Durante los cuales ha dado la impresión de que el diluvio al que Pujol se refería era el procés. Una ruptura radical de la baraja de la convivencia, no ya entre Cataluña y el resto de España, sino entre catalanes. El independentismo (fake, encima) antes que el pueblo.
Bueno, poco a poco vamos viendo que el diluvio podía ser todavía más intenso. Pujol, que siempre soportó bromas a cuenta de su baja estatura física, ha resultado ser un gigante comparado con todos los pigmeos que le han sucedido al frente de su espacio político. Cada líder procesista ha resultado ser más flojo que el anterior. Hasta que ha llegado Sílvia Orriols. No tendrá el fondo de armario intelectual que Pujol tenía, y todavía está lejos de tener su autoridad. Pero es la primera que se le acerca en convicción, potencia y capacidad de hacerse votar por las gentes más contradictorias y diversas. Más abiertamente independentista que él (que sólo se atrevía a serlo en la intimidad…), ella no tiene problema en dejar claro que esta pájara "avui no toca".
Lo más triste es aquello en lo que Pujol y Orriols están en las antípodas: si la obsesión del primero era sumar, la segunda crece a base de restar. Si Pujol decía que "catalán era todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y desea serlo", a Orriols ya le vale con que los catalanes-catalanes sean menos, pero más cerrados en banda, más hostiles a todo lo que viene "de fuera". Su idea de cohesionar es poner los vagones en círculo y no dejar entrar a nadie. Sólo salir. Hasta los nacidos aquí si no estamos a la altura. Del hechizo del miedo al otro. O de esa parte de otro que todos llevamos dentro.
