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No me llames Rosario, llámame Charo

Hay quien ve La vida de los otros y se emociona con la caída del Muro. Las Charos la ven y toman apuntes minuciosos sobre técnicas de vigilancia.

Ahora que el Instituto de las Mujeres trata de prohibir que se use el término «Charo» para describir a la típica mujer socialista de más de cuarenta años, feminista de cuota y devota de los líderes machitos de la izquierda —de Pedro a Pablo, pasando por Íñigo y Gabriel—, permítanme recordar un caso paradigmático sobre cómo operan en la sociedad civil estas herederas de las revolucionarias de hoz, martillo, piolet y tiro en la nuca; pongamos que hablo de Aurora Rodríguez y Caridad Mercader, Charos Supremas.

Hace unos años, en un instituto público de un pueblo andaluz churrigueresco, conocí a las dos Charos más puras y destiladas que jamás haya parido Charolandia. No se llamaban —ya hubiese sido casualidad— Rosario, así que podemos llamarlas, para abreviar, Begoña y Adriana. Eran profesoras de Historia, departamento tradicionalmente minado por marxistoides a mayor gloria de Tuñón de Lara y Eric Hobsbawm. Representaban los dos arquetipos clásicos del charismo patrio: una era la mosquita muerta de sonrisa lloriqueante y victimismo profesional; la otra, comisaria política de manual, con mirada de hiena, risa de hiena, pelambrera de hiena teñida de color hiena y gruñidos de hiena.

La cosa estalló, como era previsible, por el feminismo. Mientras explicaba a unas alumnas los distintos tipos de feminismo, y que el más auténtico y legítimo era el de Clara Campoamor —para quien el feminismo es un humanismo—, la Charo-comisaria soltó una de esas perlas cultivadas en los cursillos de género que se imparten en los centros de profesores, profesoras, profesorxs y profesor@s: que el patriarcado era la causa de todos los males del universo mundo y que cualquier discrepancia con su dogma era, automáticamente, violencia machista. Se puso sus gafotas de pasta de color violáceo y gesto violento, que son los signos distintivos de las Charos, además de la querencia por las ruidosas batucadas que llenen el silencio zombi en el interior de sus cráneos. Yo, con más valor que últimamente Morante, le expliqué que el feminismo hegemónico actual tenía ciertos tics totalitarios, ligados a su vinculación con la extrema izquierda —igual le mencioné que Simone de Beauvoir le ponía ojitos al Che Guevara—, y que la igualdad de oportunidades no implicaba borrar las diferencias biológicas. Fue como si hubiera escupido sobre el puño y el capullo a la vez.

A la semana siguiente noté algunas rarezas en el aula. Ciertos alumnos, hasta entonces pasivos y pasotas, tomaban notas frenéticas cada vez que yo abría la boca sobre Platón, Nietzsche o —Pachamama me perdone— Simone de Beauvoir. Al principio pensé que era casualidad, o que por fin había conseguido despertar interés filosófico en la generación TikTok.

Meses después, cuando el curso ya había terminado, una compañera de Lengua —una de esas pocas personas decentes que justifican la existencia del mundo— me tomó del brazo en el aparcamiento y, mirando a ambos lados como en una película de espías de los setenta, me advirtió que las dos Charos habían organizado una red de chivatos juveniles para vigilar mis clases. Imagino que los Charitos recibían instrucciones precisas: anotar cualquier frase "problemática", cualquier referencia a autores no aprobados por el Santo Oficio progre, cualquier broma que pudiera ser interpretada como microagresión de género y, sobre todo, cualquier alusión a Pedro (las Charos llaman así a Sánchez, salvo cuando pretenden ser ingeniosas y lo llaman "Perro", con su risa cómplice de hiena).

Lo más gracioso —o lo más triste, según se mire— es que varios profesores lo sabían y no solo no hicieron nada, sino que, mucho menos, me avisaron. Al final me alegré del espionaje. Gracias a los Charitos, Bego y Adri recibieron clases gratuitas de filosofía y de feminismo de verdad durante todo un curso. Espero que al menos una frase, una sola, se les haya quedado clavada entre sus neuronas devastadas por la propaganda, la intolerancia y la sumisión sectaria.

Hay quien ve La vida de los otros y se emociona con la caída del Muro. Las Charos la ven y toman apuntes minuciosos sobre técnicas de vigilancia, en nombre del proletariado —en este caso, del funcionariado charista—. La Stasi tenía mejores modales, eso sí, y tenían retratos de Karl Marx, un respeto. Esa Stasi con perspectiva de género que es el Instituto de las Mujeres actúa como instrumento de un feminismo liberal —a diferencia del charismo institucional— defiende la libertad de expresión, obviamente también el sarcasmo, y hace una crítica al identitarismo en todas sus formas, del nacionalista al, ay, feminista.

Lamento profundamente por las Rosarios buenas y decentes, feministas cultas e inteligentes, que aún quedan en el mundo y que no tienen culpa ninguna de que su nombre haya sido arrastrado por el fango del feminismo institucional. Su nombre ha sido secuestrado por esta tropa de energúmenas que han convertido un bonito nombre mariano en sinónimo de fanatismo, delación y mediocridad intelectual con máster a la violeta. Otro día contaré la historia de la Charo islamista, la última ola del charismo: la que lleva burka mental y denuncia por islamofobia a los que enseñamos que cualquier religión ha de estar dentro de los parámetros de la mera razón, mire al Vaticano, a la Meca o a Ferraz. Pero eso merece un artículo propio.

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