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Creer en la Navidad

No es necesario creer en Dios para disfrutar la Navidad. No es necesario ser cristiano para merecer unas felices fiestas, para encontrar la paz, el amor y el refugio de una familia.

No es necesario creer en Dios para disfrutar la Navidad. No es necesario ser cristiano para merecer unas felices fiestas, para encontrar la paz, el amor y el refugio de una familia.
Comunidad de Madrid

Era quince de agosto y estaba en Sibiu, la ciudad donde las casas tienen ojos. La Asunción de María es una de tantas festividades que comparten católicos y ortodoxos, así que en Rumanía también era feriado. Salvo bodas, bautizos y funerales no voy a misa prácticamente nunca, salvo con una excepción: si es domingo y estoy en el extranjero. O si, como era el caso, era día de precepto. Así que acudí a la misa de once en la Iglesia de la Santísima Trinidad, en la Plaza Mayor del lugar. Como en toda Transilvania, y gracias al Tratado de Trianon, buena parte de la población habla húngaro, y fue en ese idioma en el que se celebró la misa; no entendí una sola palabra, pero en todo momento sabía qué estaba sucediendo; el rito romano es el mismo en todas partes. Hay algo reconfortante en participar de una liturgia en un país extranjero en un idioma desconocido y aún así no sentirse ajeno a ello, aunque, como era el caso, uno ni siquiera comparta las creencias del resto de feligreses.

Perdí la fe pocas semanas antes de la fecha en la que tenía previsto confirmarme en ella. Tenía 17 años e inmediatamente con la fe del converso, oh, deliciosa ironía, intenté convencer a la gente que tenía a mi alrededor de la absoluta e indiscutible verdad de mi recién adquirido ateísmo. La racionalidad, la tetera de Russell, Nietzsche, todo eso. Fracasé mucho, y en seguida se me pasaron las ganas de predicar la muerte de Dios y el advenimiento del reino del empirismo. Cuando llegó la fecha, me confirmé como estaba previsto: si Dios no existe, es una ceremonia vacía, pero a mi madre le hacía mucha ilusión, ¿y acaso hay algo con más sentido que hacer feliz a una madre?

"Yo creo en Dios pero no en la Iglesia" es una frase muy de progre de barrio bien, de gafitas de pasta a media nariz, barbita, Cahiers du Cinéma o El País Semanal en el brazo izquierdo ellos, boina parisina de palo y bolso de marca que no lo parece ellas. Creer en Dios pero no en la Iglesia es como creer en el horóscopo, en el reiki o en la apertura de los chakras por medio del sexo grupal: una chorrada. Si uno cree en Dios, cree necesariamente en la Iglesia, o si no, está creyendo en otra cosa, a la que aún no ha sido capaz de encontrarle un nombre.

"Que la alegría por el nacimiento de Jesús llene vuestro hogar de luz". Así rezan las notas de mis hijos, que van a un colegio católico, el mismo al que también fue mi madre setenta años antes. La polémica entre felicitar las fiestas o desear una feliz Navidad no tiene sentido. Son dos maneras de referirse a lo mismo. Las fiestas son más que la Navidad, incluyen Año Nuevo, Reyes y en Cataluña San Esteban. Hasta el sorteo del Gordo, si me apuran. No veo nada malo en felicitar las fiestas, como veo absurdo evitar deliberadamente hablar de la Navidad. Lo que realmente es estúpido es odiar la Navidad, y específicamente, hacerlo por los motivos incorrectos.

"Feliz Falsedad" cantaban los capullos de Soziedad Alkohólika a mediados de los noventa. También Siniestro Total cantaba que la familia es la célula de la sociedad moderna, aunque sea cancerígena desde la Edad de Piedra. Ver el mundo así es una decisión deliberada y consciente, una renuncia voluntaria y explícita al bien. Se puede escoger. Quien elige enfadarse con Campofrío por hacer un anuncio conciliador en una época de polarización lo hace porque quiere. Quien decide pasarse todas las Navidades quejándose por las opiniones de sus cuñados en vez de aceptarles como son, perdonarles por tener las ideas incorrectas y quedarse con lo que tengan de bueno, lo hace porque le da la gana. Hay quien no puede ser feliz en Navidad porque echa de menos a sus seres queridos. Hay quien realmente tiene mala suerte y tiene un entorno familiar indeseable del que necesita huir. Pero no es el caso de la mayoría de nosotros. La mayoría de nosotros tenemos familias imperfectas, hechas de piezas de puzle que a menudo encajan malamente entre sí, con desavenencias que se remontan años o décadas atrás, a veces generaciones. No somos perfectos, y desde luego que nuestras familias tampoco lo son. Pero eso no quiere decir que no seamos merecedores de paz, amor y cariño. No quiere decir que no seamos iguales a los ojos de Dios, incluso aunque el Dios cuyo nacimiento celebramos no exista.

La Navidad es un rito compartido, como lo es la eucaristía. Cuando uno ha crecido como católico no necesita entender lo que dice un sacerdote croata, húngaro, italiano o polaco para sentirse en casa en cualquier iglesia del mundo. No es necesario creer en Dios para disfrutar la Navidad. No es necesario ser cristiano para merecer unas felices fiestas, para encontrar la paz, el amor y el refugio de una familia, o, mejor aún, para ofrecerlo. No hace falta creer en la divinidad de aquel bebé judío para saber que la Navidad es real.

Queridos lectores de Libertad Digital: de todo corazón: Feliz Navidad.

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