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Amando de Miguel

El empeño de la felicidad

Ser feliz equivale, pues, a consumir más, aunque sea con marcas falsificadas. Se trata de un consumo ostentoso, extravertido, dispuesto a provocar envidia.

La celebrada expresión se encuentra en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (pursuit of hapiness). Constituye una de las obligaciones y derechos que caracterizan nuestra edad contemporánea. Viene a ser la apoteosis del individualismo. Nadie está en contra de tal deseo, pero son varios, y hasta discordantes, los sentidos que se dan a la codiciada felicidad. Participan de un común rasgo que distingue al género humano y por tanto lo aleja de los otros mamíferos: la facultad de estar anticipando siempre el futuro cercano o lejano. Para ello se requiere una facultad previa, otra vez específicamente humana: la imaginación. A través de ella se tejen los símbolos, las aspiraciones, los sueños diurnos. "El hombre es un animal futurizo", decía José Ortega y Gasset.

Ahora empiezan las divergencias, pues la imaginación ("la loca de la casa") puede conducir a deseos muy distintos. En nuestro tiempo turbulento predomina una idea de la felicidad material como remedo de lo que se supone que poseen ciertos privilegiados, los que acaparan las noticias. Si ellos se trasladan continuamente de un país a otro, las gentes del común se sentirán dichosas al viajar a lugares exóticos, aunque sea en compactos paquetes turísticos. Si las llamadas celebridades parecen siempre más jóvenes de lo que determina su edad, hay que hacer todo lo posible para frecuentar el gimnasio, conservarse en forma, no envejecer. Si uno de los distintivos de los famosos son los rutilantes yates de recreo, hay que imitarlos embarcándose en cruceros, que son como hacinados rascacielos flotantes. La búsqueda de la felicidad se convierte en una extravagante imitación de quienes parece que la han conseguido. Ser feliz equivale, pues, a consumir más, aunque sea con marcas falsificadas. Se trata de un consumo ostentoso, extravertido, dispuesto a provocar envidia.

Hay otra idea muy distinta y más difícil de la felicidad. Solo la disfruta una escuálida minoría de personas especialmente sensibles. Para empezar, no es individualista, ya que el sujeto entiende que lo fundamental es ayudar a otras personas a que sean felices. Pueden ser el cónyuge, la familia, los amigos, los pertenecientes al círculo cercano, sea el equipo de trabajo o de cualquier otra asociación.

En su origen, la felicitas romana se emparentaba con la fecundidad de la tierra, el dar frutos. ¿Sería posible recobrar esta idea primigenia y auténtica de la felicidad? Ese sentido más fecundo de la felicidad proporciona una rara sensación de paz. No con el significado político o bélico del término, sino el de la pax animi (paz interior) de los clásicos romanos. Se expresa simbólicamente en el gesto de darse la paz que se incluye en el rito de la misa católica. Equivale al shalom hebreo, que originalmente significa dar salud o salvación al otro. Obsérvese que no se trata de un logro individual, sino de la donación o regalo de una persona a otras cercanas. Casi es lo opuesto de la felicidad como consumo o extraversión. En síntesis, frente a la felicidad como agitada excitación, se alza la felicidad como una sensación de paz. Comprendo que sea un ideal extravagante en medio del tráfago de la vida actual. Pero vale la pena intentarlo, empeñarse en ello. Seguramente, con un valor así mejorarían mucho las relaciones humanas todas, algunas hoy tan broncas.

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