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Amando de Miguel

El grito

La secreta convicción de muchos españoles es que el hablante que grita lleva la razón. Es una presunción falaz, pero funciona.

Un título así, tan inexpresivo o tan misterioso, está pensado para que el lector asiduo se sienta intrigado y siga adelante. Es un puro señuelo, un truco del oficio. No me refiero al famoso cuadro expresionista de Munch (léase Munc). No hay mucha angustia en el griterío que aquí cuenta. Es algo más sencillo y cotidiano. Simplemente, en la vida común de los españoles se grita todo lo que se puede. No solo las conversaciones de la cuadrilla de amigos o colegas, en las reuniones familiares. Aunque parezca mentira, es corriente elevar el tono de voz cuando se habla por teléfono, rodeado de gente.

Una ilustración personal. Es corriente que me toque llegar al final de la línea 3 del Metro madrileño. Se alza entonces una voz imperativa, aguardentosa, que clama con toda la intensidad posible: "¡Este tren no admite viajeros!". Suena como una amenaza. Es como si advirtiera que alguno de los viajeros en el vagón pudiera ser electrocutado. Inmediatamente en mi memoria surge el contraste con el altavoz en el aeropuerto de Atlanta (Georgia, Estados Unidos) cuando uno sube al tren sin conductor. Musita suavemente: "El tren comienza a desplazarse". Es evidente el contraste entre las dos culturas. La nuestra es bronca, imperativa, autoritaria. Incluso los hispanoamericanos notan que así hablamos los españoles, con un tono tajante, casi de enfado.

Asombra que hayan cristalizado algunos géneros informativos en los que, más que hablar, se grita con decisión. Es el caso de los anuncios comerciales en la radio o la tele, las transmisiones (ahora se dice "retransmisiones") de eventos deportivos y las tertulias sobre lo mismo. Quizá piensen los actores que así resultan más convincentes. Pienso lo contrario, pero, claro está, mi opinión no cuenta.

El general Franco, nada más terminar la guerra civil, prohibió que los vendedores de periódicos vocearan su mercancía. Nadie ha reivindicado volver a esa simpática tradición de los voceadores de la prensa. Pero el gusto por elevar el tono de voz se percibe de muchas otras maneras. Es general en muchos bares y restaurantes, en los cócteles. Gritan hasta desgañitarse los oradores en los mítines políticos o sindicales, a pesar de los potentes dispositivos de megafonía o precisamente por ello. Es corriente elevar la voz para hablar con un extranjero que no entiende muy bien nuestro idioma. Quizá se piense que los extranjeros son algo tenientes de oído. Es general que los niños griten mucho, por un exceso de vitalidad, por lo que el mantenimiento de tal costumbre entre los adultos significa la persistencia de un curioso rasgo infantil.

La secreta convicción de muchos españoles es que el hablante que grita lleva la razón. Es una presunción falaz, pero funciona.

En los textos del ordenador o en los medios escritos el recurso a la negrita o a los signos de admiración se interpreta como el equivalente de gritos. Es nuestra forma de considerar la comunicación. Somos fieles seguidores de las normas no escritas de nuestra cultura.

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