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Amando de Miguel

El maldito consenso educativo

El objetivo es muy sencillo: que los escolares se esfuercen lo menos posible.

El objetivo es muy sencillo: que los escolares se esfuercen lo menos posible.
XOÁN REY / EFE

Por lo general, los pueblos progresan, aunque sea lentamente y con meandros perezosos como los de los ríos que van a dar en la mar. Pero a veces a algunos pueblos les da por suicidarse, o por lo menos así lo intentan estúpidamente sus dirigentes. Este es el caso de la sociedad española ante los recientes avatares de la enseñanza.

Se suman varias decisiones de los padres de la patria al respecto. Se podrán discutir los méritos y fracasos de la llamada Transición democrática, el régimen que nos dimos los españoles hace 40 años. El progreso ha sido evidente en casi todos los órdenes. Pero hay una mácula: las llamadas leyes educativas, más o menos sectarias. Hemos tenido un par de tímidos intentos por preocuparse de la calidad de la enseñanza, pero en seguida se truncaron. La situación última de la escuela es de pena profundísima. Lo único bueno es que, por primera vez, casi todos los actores se hallan de acuerdo: gobernantes y opositores, sindicatos, profesores, alumnos y padres (ahora dicen "padres y madres"). El objetivo es muy sencillo: que los escolares se esfuercen lo menos posible. Las notas deben ser benignas, y en caso de suspensos, que no impidan pasar curso, ascender a un grado superior o renovar la beca. Desde luego, los educandos no deben ser reprendidos ni mucho menos castigados.

Las disciplinas (ahora dicen "materias curriculares") deben ser livianas. Nada de ejercitar la memoria, ni de prescribir deberes para casa o las vacaciones. Interesa mucho la geografía (ahora dicen "medio") de la región donde se levanta la escuela. Los alumnos deben solazarse con actividades lúdicas, como artes marciales, cocina o manualidades. Pueden optar entre una asignatura de religión y otra de valores, como si fueran campos excluyentes. Nadie protesta por tan mayúsculo dislate.

Hasta aquí la enseñanza que podríamos llamar obligatoria. El paso a la universidad debe hacerse sin exámenes o pruebas que supongan esfuerzo. Se aconseja que los estudiantes opten por carreras cortas y prácticas para generar dinero pronto. Nada de perder el tiempo con humanidades o ciencias básicas, y no digamos con vocaciones científicas. "Que inventen ellos", se dijo hace un siglo. Interesan más los campos de deportes que las bibliotecas.

Todo lo anterior representa una política educativa coherente con la idea de rebajar todo lo posible la moral del esfuerzo. Así funciona en el mundo laboral. Lo peor, como digo, es que las medidas que se van tomando reciben el apoyo sustancial de la comunidad educativa y de políticos de toda condición. Miento. Es más bien una propuesta ideológica de la izquierda, que es la que domina en la cultura española, aunque gobierne la acomplejada derecha. El consenso es grande sobre este particular de la política educativa. Sarna con gusto no pica.

Solo que, de seguir con estas medidas contrarias al esfuerzo en el aprendizaje, España se acerca a un suicidio cultural, y quién sabe si no será también económico. De momento, nos conformamos con esas pequeñas decisiones de que los alumnos no sufran mucho cuando suspenden. ¡Angelitos!

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