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Amando de Miguel

El talante distintivo de los españoles

El supuesto carácter social o nacional no es un rasgo genético, no se puede atribuir a los nacidos en España, sino a los que residen en ella.

Para empezar, el gentilicio español es un tanto raro. En el mundo, hay pocas naciones que reciban una calificación terminada en -ñol o, incluso, en -ol. Según Américo Castro, en el siglo XIII, los provenzales, que bajaban por el camino de Santiago, empezaron a considerar "españoles" a los habitantes de los reinos cristianos, incluyendo a los portugueses. Eran los que se oponían a los moros. Ya, no se trataba de los íberos (esto es, los ribereños), hispanos o visigodos. Se estaba formando la nación española en forma de "reconquista", de agregación de tribus.

Los extranjeros cultos, que nos han visitado con interés a lo largo de los siglos, se han sentido maravillados ante un pueblo combativo, vociferante y ruidoso. Tales rasgos de extraversión contrastan con el culto simbólico del silencio en algunas procesiones de la Semana Santa o en la hora de la verdad de las corridas de toros.

Exageran muchos los escritores foráneos que nos visitan al referirse al carácter social o nacional de los españoles. La analogía parece desmesurada, pues el alma o el ánimo solo pueden ser individuales. Por otra parte, han sido tantos los mestizajes a lo largo de los siglos que, difícilmente, se pueden trazar los rasgos de un temperamento español para todos los habitantes de la Península Ibérica e islas adyacentes. El supuesto carácter social o nacional no es un rasgo genético, no se puede atribuir a los nacidos en España, sino a los que residen en ella, hoy más que nunca. No influye tanto el territorio o el clima, sino la estructura social y sus lentas variaciones a lo largo del tiempo.

Mejor que carácter o temperamento colectivos, se podría hablar de talante, puesto que lo que cuenta no es tanto el ser como el estar. La distinción de los dos verbos es, ya, un elemento privativo de la lengua castellana, la común de todos los españoles. Por cierto, en los tiempos que corren, por primera vez en la historia prácticamente todos los españoles la conocen. Aun así, se trata de una minoría de los hispanohablantes, el grueso de los cuales se encuentra en América.

El talante característico de los españoles se traduce en el arte de aparentar, hacer ver lo que el sujeto no es y, quizá, querría ser. Es algo más que disimular, alardear, hacer el paripé, esforzarse por quedar bien, cultivar gestos teatreros (el postureo en el plano político). Todo ello se da, a ser posible, con el máximo de simpatía extravertida; aunque, la procesión vaya por dentro.

Lo anterior representa el lado de las formas. Respecto al ánimo, los valores dominantes de los españoles no son, ya, la religiosidad o el sentido del honor. Eso queda para la literatura de los siglos anteriores. Ahora, en la mentalidad colectiva, lo que priva es el propósito de hacerse uno rico de la manera más rápida. El resultado óptimo es conseguirlo sin trabajar mucho, apoyándose en las cualidades físicas o en las de la suerte. ¿Para disfrutar de la riqueza? No, para dar envidia. Esa es la manifestación última del arte de aparentar. Naturalmente, es una aspiración que, solo, se consigue para una escuálida minoría de afortunados. Al resto le queda el resentimiento, que es el alcaloide de la envidia.

La consecuencia natural de tan heteróclita mezcolanza de factores de forma y de fondo nos lleva a unas relaciones interpersonales enseñoreadas por la desconfianza. La cual explica el retardo histórico en el interés por la economía o la ciencia. Paradójicamente, la desconfianza basal lleva a extremar las relaciones amicales, el verdadero centro de interés de los españoles hodiernos.

La generalización sobre el talante de los españoles no vale para todas las épocas, ni siquiera, de forma suficiente, para la constitucional o autoritaria (desde 1812). Me conformo con que sea una guía suficiente para entender los sucesos colectivos de las últimas cuatro o cinco generaciones de españoles.

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