
Una de las grandes carencias de la sociedad española de todos los tiempos ha sido la escasa dedicación de sus habitantes al menester científico.
La ciencia es el resultado de la penosa contienda entre el propósito de aplicar la razón a observar la realidad y la condición humana, fuertemente irracional. No es una cuestión de falta de vocaciones científicas en la tribu universitaria o profesional. El asunto es más de mentalidad de la población general. Es la conducta, tan prevalente en España, del que gasta una gran parte de sus ingresos en darse una buena vida, confiando en el azar (loterías y apuestas, por ejemplo). Por eso, le resulta raro invertir en conocimiento. La opción tiene su lógica, puesto que la ilusión del juego o de otras satisfacciones inmediatas complace más que el esfuerzo por acumular saberes.
Por otra parte, parece una simplificación excesiva imaginar que el uso sistemático de la razón se reduce a las operaciones lógicas, que suelen hacer los profesores o los científicos de cualquier disciplina. Hay, también, una racionalidad del hombre corriente sin muchas luces, al aplicar una especie de sabiduría heredada de andar por casa. El ejemplo típico podría ser el de Sancho Panza como juez en la ínsula Barataria. A esa cualidad la podríamos llamar "sentido común", por mucho que sea excepcional. En el otro extremo, los tratadistas de materias científicas, al cavilar como ciudadanos corrientes, pueden mostrarse sumamente irracionales.
Es un error de percepción creer que nuestra época contemporánea es plenamente científica. No hay más que recordar el caso eminente de un Einstein, a principios del siglo XX, reflexionando sobre el universo. En ese momento, lo que se consideraba "universo" era, solo, el minúsculo conglomerado de la Vía Láctea, uno de los miles de millones de galaxias de nuestro universo; aunque, probablemente, haya más de uno. El limitado conocimiento de Einstein lo compartía con todas las civilizaciones que han sido.
En un reciente y provocativo ensayo, Racionalidad, de Steven Pinker, el autor arguye que "la democracia… reduce las probabilidades de guerra". La afirmación, tenida por un dechado de racionalidad, no deja de ser un mito o una superchería más, de las muchas que se ridiculizan en ese libro. El hecho es que los Estados Unidos de América, el modelo reconocido de democracia, ha sido uno de los países contemporáneos más proclives a declarar o participar en guerras.
No está tan clara la dicotomía entre el pensamiento mágico o superchero y el que califica la actitud científica. Durante milenios, y aun hoy, han sido muchas las personas dedicadas a la astrología o confiadas en esa forma de irracionalidad. Una de ellas, verdaderamente, egregia, por sus resultados científicos, fue el polaco Copérnico. Entre otras averiguaciones de su etapa de astrólogo, intuyó que las mareas se determinaban por los movimientos de la Luna. Precisamente, otro gran sabio de la época, Galileo, rebatió esa averiguación por considerarla un mito. Hoy sabemos que la hipótesis de Copérnico estaba en lo cierto.
Aunque se considere que la ciencia es un producto exclusivo de la Edad Moderna europea, las bases se sentaron en la Edad Media. No es casual que, en esa época, cuajaran las Universidades y se fabricaran los primeros relojes mecánicos.
No siempre las observaciones sistemáticas sobre la naturaleza arrojan resultados científicos. Desde principios del siglo XVIII, en Inglaterra, se vienen recogiendo, día por día, la amplitud de las oscilaciones de las "manchas solares". Se registra que presentan un ciclo constante de unos 11 años, pero nadie ha logrado dar una explicación de esa insólita regularidad.
Es fácil admirar los resultados de la ciencia, considerados como "tecnología" o "progreso". Pero la base es la formación de una mentalidad propicia a hacer un uso sistemático de las observaciones. Aunque pueda parece un juicio extravagante, la "verdad" es, siempre, provisional; a falta de una ulterior rectificación.
