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Amando de Miguel

Estadísticas y propaganda

Las estadísticas españolas han ido perdiendo finura y precisión. Más que nada, se han convertido en instrumento de propaganda.

Las estadísticas españolas han ido perdiendo finura y precisión. Más que nada, se han convertido en instrumento de propaganda.
José Félix Tezanos, director del CIS. | EFE

Creo que me he merecido alguna autoridad en el análisis de estadísticas, españolas y comparadas, a lo largo de una larga carrera como experto en la sociedad española. Sobre tal dedicación he publicado miles de páginas. Se me concederá, por tanto, cierto olfato profesional para asegurar la fiabilidad y validez de tales series de datos numéricos.

Mi impresión es que, durante los últimos lustros, las estadísticas españolas han ido perdiendo finura y precisión. Más que nada, se han convertido en instrumento de propaganda para certificar el buen tino de la acción del Gobierno. Los altos cargos las manejan con total impudicia para un fin tan espurio.

La reciente pandemia (en trance de convertirse en endemia) del virus chino es una ilustración fehaciente del uso propagandístico de las estadísticas. No es solo que se haya rebajado el número de fallecidos a causa de la enfermedad. Se nos ha birlado bonitamente la cuantificación del coste atribuible a la gestión de la epidemia. De modo especial, nada sabemos de cuánto se ha pagado por las vacunas, las pruebas, las mascarillas y otros artefactos en la lucha contra el maldito virus. Me da la impresión de que, día tras día, durante el último año y medio, los datos oficiales sobre el número de contagiados han sido, sistemáticamente, deflactados. No es un consuelo pensar que tal triquiñuela estadística la han perpetrado otros países.

Otro ejemplo escandaloso es el de los datos oficiales sobre empleo. No son fáciles de creer. Se utilizan todos los trucos posibles para rebajar, artificialmente, la cifra de parados, a través de los eres y los ertes. (Es sabido que estamos en el siglo de las siglas). Ignoramos la cifra real de malempleados: los individuos que, pudiendo trabajar, no pueden hacerlo con un empleo seguro y proporcional a sus conocimientos y aptitudes.

Un caso reciente muy chusco es el del famoso recibo de la luz (la factura del consumo eléctrico de los hogares). Desde el Gobierno se dirige una abrumadora campaña propagandística con el ánimo de entretenernos con la disquisición de si es más útil enchufar los aparatos eléctricos a una o a otra hora. Todo para ocultar el verdadero dato significativo: el grueso de la factura eléctrica se va en forma de impuestos. Una parte considerable de ese monto se transfiere desde el Estado a las grandes empresas energéticas como estímulo para que produzcan con fuentes renovables o que se consideran sostenibles. Un truco parecido sucede con el recibo del agua. Se encubre la verdad estadística de que, por tales consumos ineludibles, los españoles pagamos cada vez más impuestos. Para compensar tal atropello, se nos dice que somos "ciudadanos y ciudadanas". Es una redundancia que se repite con otras muchas expresiones.

Se acabó, gloriosamente, la época centenaria de los censos regulares de población, ahora malamente sustituidos por encuestas. Sin ese instrumento de los censos decenales se hace difícil realizar una adecuada política demográfica, que bien necesaria es. En otros países europeos hace tiempo que se llevó a cabo una radical reducción en el número de municipios. En España ese número no se ha tocado; viene a ser el mismo que hace más de un siglo. Mientras tanto, se promueve ese desatino de repoblar la España vacía, es decir, grandes extensiones de territorio con una densidad muy rala de habitantes. Ni siquiera el primer franquismo se atrevió con un plan de colonización tan disparatado. El problema es, ahora, el contrario: los cientos de miles de españoles, casi todos envejecidos, que viven en pequeñas aldeas, lejos de los indispensables servicios sanitarios, asistenciales y económicos. Al menos se podría haber planteado la reducción del número de municipios, de los 8.000 actuales a unos 500, bien dotados de servicios y transporte público.

Habrá que plantearse la inflación en el número de altos cargos públicos (alcaldes, concejales, diputados autonómicos, consejeros, parlamentarios nacionales, ministros, etc.), más la turba de asesores de toda índole. ¿No sería más razonable reducir esa gigantesca nómina y reforzar las plantillas de funcionarios? Por cierto, puestos a necesitar una estadística, a los contribuyentes nos gustaría tener constancia de cuál es el parque de coches oficiales, y cómo ha evolucionado en los últimos lustros. Nunca lo sabremos. Cunde la sospecha de que las estadísticas ignoran muchos datos interesantes.

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