Los próceres del pensamiento Unamuno y Madariaga lo vieron muy claro. El fracaso de la II República se debió al exceso de personalismo por parte de todos los partidos. Las facciones contaban más que las formaciones políticas. A eso se llamó fulanismo. A veces la Historia se repite de manera contumaz, sobre todo si se desconoce. La democracia española, después de la cuarentena franquista, aunque al principio exitosa, fenece poco a poco por la epidemia fulanista.
Los voceros de los principales partidos apelan continuamente al "sentido de Estado", pero el tal no se muestra por ninguna parte. Dime de qué presumes y te diré cómo eres. Lo que sí se muestra es el sentido de partido, o mejor, el sentido de facción.
No se impone el sentido de Estado porque realmente nos encontramos ante una democracia de partidos, y no de dos sino de varios. Los candidatos a las elecciones los fija autoritariamente el sanedrín de cada partido. Además, no existe nada parecido al voto en conciencia de los diputados. Sería de desear que se estableciera al menos para la sesión de investidura de un nuevo Gobierno. Pero "que si quieres arroz, Catalina". Las llamadas primarias son un embeleco. Hago gracia de la demostración.
El fulanismo actual se acrece porque hoy las noticias son gráficas: debe aparecer siempre el rostro del personaje que representa el partido o la facción dominante. De ahí se deriva el constante divismo de los líderes o portavoces. Las ideas importan menos; se pueden sustituir muy bien por muletillas, letanías, frases aprendidas.
No ya los diputados o senadores, muchos comentaristas y tertulianos repiten también lo que tienen que decir según su implícita adscripción política. Digamos que casi todos esperan el favor correspondiente del partido al que sirven. Los artículos de opinión, los debates de los tertulianos, todo se monta en torno a los gerifaltes de los partidos o las partidas. Se exploran sus deseos, se analizan sus palabras, se interpretan sus silencios. De ahí que las diatribas políticas se tornen muchas veces en sesiones públicas de psicoterapia.
La clave del fulanismo reside en que el paso por la política, y más si se toca poder, es el camino ideal para ser alguien en la vida sin mucho esfuerzo y con todo pagado. Son innúmeros y valiosos los contactos que se adquieren en la política para luego situarse cómodamente. El riesgo es que, en ocasiones, alguien puede pasar por la cárcel, pero siempre es pequeño. Los verdaderamente listos se libran del duro trago. Con un poco de astucia, el político que se enriquece después del último cargo puede ostentar el triunfo como producto de la suerte o de su sola inteligencia. Sus herederos lo tendrán en alta estima.
El premio final es tan valioso que los políticos se mantienen fieles al equipo directivo que les toque. Para lo cual conviene no destacar con ideas propias. Al contrario, hay que repetir incesantemente los lugares comunes que dicta el partido de cada uno. Mucho cuidado con cambiar abruptamente de bando. Uno sería entonces un tránsfuga, la caricatura del régimen fulanista. Uno debe hacer suya la vieja devotio ibérica: servir al caudillo hasta morir. Bueno, ahora es solo hasta enriquecerse y colmar a sus fieles con todo tipo de favores. Esa es la verdadera Constitución real del país, aunque nunca se escribirá. Solo en esto los españoles somos muy ingleses.

