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Amando de Miguel

La obsolescencia programada

Lo que más preocupa en la obsolescencia programada es nuestro cuerpo.

Parece un cultismo, pero todo el mundo sabe lo que es porque la sufre. Simplemente, muchos artefactos se fabrican para que dejen de funcionar al cabo de un tiempo muy limitado. De esa forma el consumidor se apresta a renovar el artículo con un nuevo modelo. En algún caso, como en los teléfonos o las tabletas, el ritmo de obsolescencia programada es tan acelerado que nos sitúa al borde de una gigantesca estafa colectiva.

Se discute si la obsolescencia programada debe ser o no reprimida por la Administración Pública. Entiendo que no. Ya somos todos mayorcitos. Bastante interviene el Estado en nuestra vida regulándolo todo. En este caso bastaría una norma por la que el fabricante señalara que su artefacto está diseñado para una duración aproximada de equis tiempo. Con esa información, el consumidor ya sabe a qué atenerse y podría reclamar en caso de incumplimiento de contrato implícito.

Lo que más preocupa en la obsolescencia programada es nuestro cuerpo. A salvo de accidente u otros percances, podemos determinar con cierta aproximación cuántos años nos quedan de vida, siempre en términos estadísticos. La cuestión reside en que no nos conformamos con el cálculo e intentamos apurar todo lo posible las posibilidades de sobrevivencia. Naturalmente, a muchos nos agrada pensar que, después de esta existencia terrena, nos espera la vida perdurable (ahora dicen "eterna"). Pero el deseo no es tan fuerte como para apresurarse a abandonar la Tierra.

Lo que pasa es que cada vez cuesta más ganar años de vida terrena en buenas condiciones. A partir de cierta edad los servicios que más se demandan son los sanitarios. (Por cierto, ahora se tiende a llamarlos "de salud". Mal dicho; sería mejor decir "de enfermedad"). Luego está la desazón por conservar "en forma", se supone que adecuada, el cuerpo serrano que tenemos como bien más preciado. En casos extremos tal preocupación puede acercarse a una especie de tortura. Recuérdese la que experimentó Sancho Panza ante la imposibilidad de satisfacer su hambre frente a las prescripciones del doctor Tirteafuera. Esa figura se multiplica ahora miles de veces a través de los medios, los consejos de los parientes, amigos o profesionales. La cosa es que, para mantenerse en forma, hay que sufrir un poco. Puede ser una especie de ascética secularizada.

Se sospecha que el cuerpo humano ha sido programado por la evolución para vivir con una salud razonable no más de 40 años. Así ha sido durante muchos milenios, desde los primeros hómines sapientes. Ya fue un alarde, pues los otros mamíferos raras veces se acercan a ese límite de años de vida. Pues bien, ahora se ha hecho posible resistir como media hasta los 90 años y aun superar esa meta. Naturalmente, hay que pagar algunos precios por tal desmesura. Uno muy oneroso es la creciente prevalencia de las enfermedades degenerativas a partir de la edad de jubilación. De momento no tienen cura. Constituyen la verdadera epidemia de nuestro tiempo. Las asociaciones de consumidores no se hacen cargo de las quejas por esta versión miserable de la obsolescencia programada.

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