La mentalidad autoritaria (mejor, una pasión) ha sido el factor común de todos los regímenes políticos de la España contemporánea, si bien, aplicado con grados distintos. Un sistema, así, ha convencido tanto a los que mandan como a los españoles de la gleba.
En la vida corriente, la mentalidad autoritaria se basa en el esfuerzo, constante y general, de imponer la razón de cada uno a los demás. Cuando esa acción se ejerce desde el poder, el resultado es el autoritarismo. Naturalmente, es una conclusión mucho más patente en las dictaduras y más sutil e indirecta en las democracias. Una expresión típica del autoritarismo es la censura; se ejerce a las claras en las dictaduras y, de forma sinuosa o indirecta, en las democracias. Siempre me refiero a España.
En el régimen actual de la Transición (nadie sabe hacia dónde), la censura se ejecuta, a través, de un control riguroso de los medios de comunicación y de propaganda por parte del Gobierno de turno y sus terminales.
En cada situación política se establece una forma de hegemonía de determinadas ideas. En la España actual, es evidente la penetración hegemónica de la izquierda, definida a sí misma como progresista. Tal es su fuerza que, incluso, un partido conservador, como el PP, se resigna a no oponerse, de verdad, a la prédica progresista.
El progresismo imperante se apoya en la hegemonía de tres corrientes ideológicas de carácter radical: 1) el ecologismo, 2) el feminismo, y 3) el secesionismo de las regiones con dos lenguas. La influencia se nota en que es casi imposible rebelarse contra los postulados de las tres corrientes de influencia. Las cuales dominan el mundo de la cultura y los esquemas organizativos de los que mandan.
La influencia de las tres corrientes dichas muestra un tono, definitivamente, autoritario. Es decir, no solo manifiestan unos principios ideológicos, sino que los imponen con éxito al conjunto de la sociedad. La imposición autoritaria obliga a muchos españoles de todas las tendencias a plegarse a las exigencias de las tres corrientes ideológicas dichas. Por ejemplo, hay que adoptar el lenguaje “inclusivo” del feminismo, hay que comulgar con ciertos postulados ecologistas o hay que considerar natural el principio de autodeterminación de ciertas regiones. Se trata de creencias admitidas, no solo por la izquierda, sino por una buena parte de la derecha. Es casi una sumisión incondicional a la ideología dominante. Tanto es así que, oponerse a ella significa que el disidente pueda ser tachado de “negacionista”, “facha” o “machista”, según los casos. Son sambenitos como los que se utilizaban, simbólicamente, contra los herejes o las brujas en la época de la Inquisición.
El conflicto social es algo más que el choque de ideas. Se produce en el contexto de una quiebra de la sociedad como tal, una escotadura sin precedentes en la historia. Considérense estos elementos objetivos: (a) El estancamiento del desarrollo económico, que es algo más que la “crisis” económica, de la que tanto se habla. (b) La reducción de la tasa de natalidad hasta un mínimo desconocido en la historia de España y del mundo. (c) La acumulación de un disparatado déficit en las cuentas públicas; tendrán que pagarlo las sucesivas generaciones de españoles. (d) La tasa de inactividad de la población en edad de trabajar, que es la más alta de la historia contemporánea española. Los cuatro problemas parecen insolubles; cada uno de ellos alimenta los otros tres.
Se podría agregar la cuestión, no resuelta, de la pandemia del virus chino, si bien, se trata de una amenaza mundial. Por lo que a España respecta, se puede añadir la instalación, por parte del Gobierno, de medidas un tanto arbitrarias, que, encima, no se cumplen del todo. No queda claro qué relación pueda existir entre tales normas y la contención de la pandemia, tales son las fluctuaciones inexplicables. Por otra parte, la epidemia ha alcanzado en España tasas de mortalidad elevadísimas, siempre, en términos por habitante. El éxito de las autoridades sanitarias para organizar las estadísticas, el mercado de las mascarillas o el de las vacunas, parece, manifiestamente, mejorable. Hay incongruencias inexplicables. Por ejemplo, las restricciones de movilidad espacial se aplican con mayor rigor a los nacionales que a los extranjeros. La norma de la “distancia física” en las situaciones gregarias no se aplica a los futbolistas o a las manifestaciones ideológicas. Pasará la pandemia y se convertirá en endemia, pero quedará el uso político (verdaderamente, irracional) de que el Gobierno pueda entrometerse en la vida privada de sus súbditos.