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Amando de Miguel

Muertes extraordinarias

asombra que la clase médica no se haya opuesto a la desfachatez del Gobierno en su intento de minimizar el número de víctimas de la pandemia actual.

La muerte de una persona por encima de la edad de jubilación la pueden sobrellevar los supérstites con bastante naturalidad. No obstante, la situación de la pandemia del virus chino nos ha forzado a evitar el humanísimo acompañamiento de los que fallecen. Los deudos no pueden acceder a los hospitales o a las residencias de ancianos para acompañar a los enfermos, y no digamos a los moribundos. Ni siquiera tienen derecho a obtener la información pertinente sobre los pacientes en situación liminar. Las ceremonias funerarias y los duelos de toda índole pasan a la práctica situación de clandestinidad.

La sociedad siempre ha sido muy sensible a los óbitos extraordinarios, especialmente los que se producen por debajo de la edad de jubilación. En la nómina completa habría que incluir las muertes violentas (accidentes, homicidios, suicidios, desastres naturales, terrorismo) y las que se deben a las epidemias. Sin embargo, los Gobiernos tienden a disimular la estadística de algunos de esos estragos. Un caso vergonzoso fue el alza en el número de suicidios en España durante los años 40 del siglo pasado. Muchos de ellos ocultaban el tristísimo hecho de que habían sido penas de muerte por motivos políticos. Sin llegar a tal desatino, en la situación de la pandemia actual, es un ludibrio que el Gobierno haya ocultado la estadística de miles de fallecidos a causa (directa o indirecta) de la enfermedad incurable sin nombre. (Yo la he llamado “la epidemia del virus chino”. Aunque oficialmente sea “coronavirus”, ni siquiera “virus corona”). Una decisión política tan aviesa solo se justifica, y no demasiado, en las situaciones de guerra. De ahí que llame la atención el intento de tratar oficialmente a la pandemia actual como un asunto bélico. Se da el parte de las víctimas por un portavoz único del Gobierno; por cierto, de lamentable capacidad de oratoria. Se habla de “mando único”, “confinamiento”, “toque de queda”, “estado de alarma”, entre otras expresiones más propias de una operación militar en tiempos de guerra. Parece una atribución desproporcionada e injusta.

Todos los fallecimientos, y en especial los que pueden calificar de extraordinarios, confieren un alto prestigio a la clase médica, y con razón. Son profesionales que adquieren el título excelso de doctores, aunque no hayan redactado la imprescindible tesis doctoral. (El novelista, panadero y médico Pío Baroja sí leyó su tesis doctoral; fue sobre el dolor). Pero hoy se ha convertido en un trámite académico muy devaluado, algo así como de corta y pega. Hasta se anuncian empresas que publican (y, seguramente, ayudan a redactar) las tesis doctorales de los doctorandos menos aplicados.

La alta consideración que merecen los médicos se debe a que representan el principal medio para retrasar el momento de la muerte de muchas personas. A tal desfase se le confiere un altísimo valor social. Por eso mismo, asombra que la clase médica no se haya opuesto a la desfachatez del Gobierno en su intento de minimizar el número de víctimas de la pandemia actual.

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