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Antonio Golmar

Liberalismo infame

El lunes por la noche, Iñaki Gabilondo arremetía contra el liberalismo de George Bush. No me extraña, pues tantos nos han vendido al presidente norteamericano como un gran liberal que al final hasta los progres se lo han creído.

Vivimos momentos agitados en los que casi nada es lo que parece. Encima, algunos se empeñan en convencernos de que la Tierra es plana o de que los niños vienen de París. Pobre de quien lo dude, pues se verá estigmatizado como miembro de la "neoprogresía". No es un fenómeno nuevo. En un ciclo intervencionista como el actual, los que piensan que la abstención de los poderes públicos es la mejor solución a los problemas sociales y económicos suelen ser víctimas propiciatorias de los aspirantes a Rousseau. No quiero ni pensar lo que habría sido de Locke, Montesquieu, Diderot y Constant si el ginebrino hubiese coincidido con ellos en una posición de poder.

El lunes por la noche, Iñaki Gabilondo arremetía contra el liberalismo de George Bush. No me extraña, pues tantos nos han vendido al presidente norteamericano como un gran liberal que al final hasta los progres se lo han creído. Las mentiras acaban estallando en la cara de quien las inventó, que suele salir de rositas pergeñando un nuevo embuste mientras los demás, que seguimos estando donde siempre pese a vientos, mareas y cantos de sirena, tenemos que pagar los platos rotos. La estrella de Cuatro afirmó que el "ultraliberalismo" consiste en "socializar las pérdidas, privatizar los beneficios. Receta perfecta para ganar siempre". Justo lo que los liberales y los editoriales de esta casa vienen denunciando desde hace mucho tiempo. Bien lo saben los Vargas Llosa, Plinio Apuleyo Mendoza y Alberto Montaner, quienes llevan años explicando cómo se llevan a cabo estas perversidades en América Latina.

Sin embargo, tanto se han esforzado algunos en mezclar churras con merinas, que al final es normal que Gabilondo transforme una queja liberal en bandera del progresismo, igual que en ciertos lugares se afirma que la máxima "la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos" es una invención progre, y por ende peligrosísima para la supervivencia de la civilización occidental.

De golpe y porrazo, los diez libros recomendados en El regreso del idiota, última entrega de la saga iniciada con Manual del perfecto idiota iberoamericano, para quitarse la idiotez, se han convertido en el mayor peligro para la libertad. Entre otros, Hayek, Koestler (atentos a la publicación de la magnífica primera novela de una escritora española que ahonda en el asunto El cero y el infinito), Mises, Popper, Douglas North, Gary Becker, Friedman, Revel y la apasionada Ayn Rand, exégetas y difusores todos del principio de la no injerencia en lo que no te importa ni te afecta y divulgadores de los peligros que entraña abandonar este valor, son el enemigo a batir.

Dado el escaso eco de estos autores entre algunos ilustres tribunos ibéricos, me permito añadir una obra al decálogo propuesto por nuestros hermanos de las Américas: Rousseau y el pensamiento de las luces, de María José Villaverde. He aquí una brevísima muestra de su poder clarificador:

Si para el iusnaturalismo el fin del poder político se reduce a proteger la vida, la libertad y las propiedades de sus súbditos, el estado utilitario debe combinar la felicidad privada con el bienestar público, los intereses individuales con el interés general. La moralidad se convierte así en asunto del legislador; de su sabiduría, de su habilidad, depende el equilibrio de la sociedad (...). Para Rousseau, los intereses contrapuestos han surgido a consecuencia del desarrollo histórico y bajo condiciones sociales determinadas. El mal [desigualdad y variedad] es un problema de constitución social (...). El mal no sólo se resuelve con buenas leyes; requiere una transformación profunda de la sociedad. En Rousseau, la ética se transforma en política (...). El mal es incurable, afirma. La única alternativa que les queda a los legisladores es aplicar remedios.

Malos tiempos para los defensores de la automedicación. Como en tiempos de Moliére, ese autor prohibido por Rousseau porque sus obras habían pervertido al pueblo, sobran los enfermos imaginarios. Lo peor es que algunos se han convertido en neo-matasanos.

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