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Cristina Losada

El iceberg de la partitocracia

La reducción del tráfico de cargos de confianza es una de las reformas por hacer, y una de las que va a despertar mayor resistencia.

A la espera de que el presidente del Gobierno anuncie la composición del gabinete, yo siento el mismo interés por conocerla que por las vicisitudes de los concursantes de Gran Hermano. Tiene su morbo saber quiénes se quedan y quiénes se van, igual que ver qué caras nuevas aparecen, pero me temo que la faz del Gobierno revelará poco más que la manera en que el Partido Popular decide afrontar una demanda externa de renovación y una demanda interna de colocación, y cómo resuelve el conflicto de esas dos demandas con una tercera: la de que se recompensen los servicios prestados de quienes han estado ahí todo este tiempo, a las duras y a las maduras, fielmente al lado del jefe. El presidente Rajoy tendrá que equilibrar las dosis de esos tres elementos, porque en conjunto son tan importantes (¿o más?) como considerar quiénes son las personas mejor preparadas para ocupar el cargo.

La composición del Gobierno, sin embargo, sólo es la punta del iceberg de todos los cargos que reparte un nuevo Gabinete, o uno remodelado, como parece que será el caso. A ese iceberg se le presta menos atención, quizá porque venimos conviviendo con él durante mucho tiempo, pero es la madre del cordero. La gran cantidad de cargos que un partido puede repartir cuando llega al poder en España, sea a nivel central, autonómico o local, es el síntoma de un problema que afecta a todo el edificio institucional y a la calidad del gobierno y de la democracia. Es el problema de la colonización del Estado por los partidos: el hecho de que los partidos se hayan comportado como si el Estado o partes del Estado fueran su patrimonio. En unos casos, como si fuera una suerte de botín a distribuir entre los suyos; en otros, como si se tratara de un espacio a ocupar y a tener bajo control.

La patrimonialización del Estado por los partidos camina en sentido contrario a la modernización del Estado. El Estado moderno es precisamente el Estado que deja de ser patrimonial, que deja de ser un Estado en el que, siguiendo la descripción de Max Weber, el sistema de gobierno se entiende como una propiedad personal del gobernante y la administración, como una prolongación de su casa. Frente a ese carácter personal, el Estado moderno es impersonal: no es propiedad de los gobernantes y los miembros de la Administración se reclutan mediante pruebas que acreditan el mérito, la formación y los conocimientos: no entre familiares, amigos y amiguetes.

Eso es la teoría, y como toda teoría presenta modelos que no existen puros en la práctica. Pero, dando margen a la impureza y estirando la analogía, lo que ha pasado en España puede verse como una sustitución del antiguo carácter personal del Estado por el carácter partidario. Donde antaño estaban los príncipes y los nobles, están el partido y sus cuadros (y ojalá fueran cuadros de verdad). Pongamos matices. Es cierto que el grueso de nuestra Administración está formada por funcionarios de carrera, pero también lo es que los numerosos cargos de confianza que puede designar libremente el partido del Gobierno introducen desincentivos a la independencia. O la castigan. Y con ello castigan la eficiencia y amenazan la impersonalidad que debe caracterizar a la acción de la administración.

Es notorio que el fenómeno de la colonización ha perjudicado en nuestro país a la propia separación de poderes, y a la autonomía de agencias y órganos de control independientes sobre el papel. Pero es menos evidente que la tendencia a la patrimonialización interfiere con la iniciativa de la sociedad, en lo económico, lo social y lo cultural. No sólo interfiere, sino que la pervierte. El palo y la zanahoria de la subvención, como el clientelismo, se pueden cultivar y alimentar gracias a los amplios márgenes de maniobra, asegurados por la falta de controles, de que disponen los partidos en los Gobiernos (local, autonómico, central). Y el elemento primero de este modus operandi es que en los distintos ámbitos del Estado haya tantos de los nuestros como sea posible.

En esas democracias nórdicas que tanto se han mentado como modelo, cuando cambia un Gobierno cambian los ministros y poco más. Aquí no cambian hasta los conserjes, ni cambian los carteros (como sucedió en EEUU en el XIX), pero cambian cientos de cargos, por lo cual estarán en vilo a estas horas muchos más que los ministrables. La reducción del tráfico de cargos de confianza es una de las reformas por hacer, y una de las que va a despertar mayor resistencia. Pero es esencial. La patrimonialización del Estado por los partidos, aunque está en gran parte oculta a la vista, proporcionó la materia prima para que la sempiterna desconfianza en los partidos se extendiera a las instituciones.

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