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Cristina Losada

El síndrome del rebaño

Defiendo el respeto a la individualidad de las mujeres y de los hombres, y acuso al feminismo radical de no defender los intereses de las mujeres, sino los suyos.

Defiendo el respeto a la individualidad de las mujeres y de los hombres, y acuso al feminismo radical de no defender los intereses de las mujeres, sino los suyos.
David Alonso Rincón

Desde la publicación, con mi firma entre otras, del manifiesto No nacemos víctimas, que se distancia de una corriente "supuestamente feminista que pretende hablar en nombre de todas las mujeres, imponerles su forma de pensar y retratarlas como víctimas de nacimiento de lo que llaman el heteropatriarcado", he podido ver confirmada la justeza de esa y otras afirmaciones que se hacían en el texto. El carácter coactivo, impositivo, intolerante y contrario a la libertad de ese supuesto feminismo se ha visto corroborado punto por punto en sus ataques a las firmantes del manifiesto que escapaba a su ortodoxia. E igual en sus ataques hacia otras muchas mujeres que no aceptaron sumarse a una huelga feminista que esas dogmáticas sectarias querían de obligado cumplimiento para demostrar que son ellas –y ellos, no olvidemos a los patriarcas masculinos de este secuestrado 8-M– las que nos dominan a todas.

Como firmante del manifiesto me he enterado estos días, leyendo a esas supuestas feministas y feministos –que también hay hombrecitos que nos imparten lecciones de cómo debemos ser las mujeres y qué debemos pensar y que no– de varias cosas que desconocía sobre mi persona. Una de ellas es que he llegado al poder. Eso dijeron de nosotras, de entrada, los que se pusieron rabiosos con el manifiesto. Yo, como comprenderán, al enterarme de que había llegado al poder lo celebré mucho, sobre todo porque no era verdad. Y aún me hizo más gracia que lo dijera un supuesto periodista, totalmente feministo, que está en tertulias estrella a las que a mí no me han llevado nunca, a pesar de mis poderes, aunque también es cierto que en esos programas hay tan poco periodismo y tanta manipulación que es mejor no ir jamás. Eso sí, allí ese menda lerenda cobrará mucho más que una periodista de base. Para terminar con él: anunció que se quedaba con nuestros nombres, ¡qué miedo! Por suerte no vivimos bajo una dictadura, ni la franquista ni la soviética, así que aire.

Luego me enteré, siempre por ser firmante del manifiesto, de que era una mujer de éxito. Albricias. Quién me lo iba a decir. Paren las máquinas, que lo voy a celebrar a lo grande. Todo son buenas noticias, qué importa que no sean verdad. Pero no lo decían en plan bien, sino todo lo contrario. Resulta que, según las supuestas feministas y feministos, las mujeres que tienen éxito "en ámbitos masculinos" –definan, por favor– padecen el síndrome de la abeja reina y no entendemos ni somos bienvenidas en la sororidad de las abejas obreras, machacadas por la desigualdad, la precariedad y el machismo estructural de la sociedad capitalista.

No hace falta que diga quiénes sí están en la lista blanca de las abejas obreras de la sororidad, pero por si acaso. Están, por ejemplo, esas pobres periodistas de éxito, que dirigen o presentan programas de primera línea en cadenas de tele y radio y llamaron sonoramente a la huelga y la hicieron, abandonando sus puestos de dirección o similares. Fruto de su inteligencia política fue que durante la jornada, en no pocos programas de esas cadenas, salieran sólo hombres. Además de sores, unas genias. Algunos programas se suspendieron, lo que privó a las periodistas que sí querían trabajar de un dinero que, tal como están las cosas en el sector, es muy necesario. Pero todo sea por las abejitas obreras y su estafa, pues ni son obreras ni pobres ni sufren brecha salarial ni tienen problemas de conciliación, que con dinero eso se arregla.

Como el manifiesto se publicó en El País, allí mismo, para compensar la heterodoxia, nos han dedicado una pieza, en el suplemento Moda, ¡qué sarcasmo!, donde una periodista que no sé si es abeja obrera o reina por un día pero que trabaja en el primer periódico de España, un lujazo, hacía el análisis del síndrome que padecemos –un poco más y nos destinan al psiquiátrico, como en otro lugar y otros tiempos– y nos acusaba: de ignorar la brecha salarial, de negar la realidad de la violencia machista, de ignorar las desigualdades globales más allá de nuestro "privilegio" y de no tener conciencia de grupo ni de clase. Espero que le paguen bien por poner una tras otra todas esas mentiras. Al menos, que valga la pena por la pasta.

Sólo una cosa era más o menos verdad: que no tenemos, bueno, no tengo yo al menos, conciencia de grupo o de clase. Eso es una mierda comunistoide, para empezar. Y una mierda que ha llevado siempre a lo mismo: a que un pequeño grupo, que se declara portador de la conciencia de clase, quiera imponer su dominio sobre esa clase. Cuando consigue llegar al poder, la esclaviza. Pues no. Frente a esa falacia de la conciencia de clase, frente al intento de imponer una uniformidad de pensamiento y de conducta, yo defiendo el respeto a la individualidad de las mujeres y de los hombres, y acuso al feminismo radical de no defender los intereses de las mujeres, sino los suyos.

La huelga, que fue impulsada desde los grandes medios de comunicación, generó un clima en el que la disidencia era un pecado y resultaba obligatorio unirse a ella si no querías ser señalada o denunciada. Se trataba de crear un rebaño sumiso y obediente a los dogmas del feminismo radical. Y no, yo no soy de unirme a rebaños. Nunca he podido con eso. Ni cuando en España el rebaño estaba callado bajo la dictadura ni ahora. Siempre he valorado mi libertad, y no sólo valorado: es un instinto, algo contra lo que no podría ir aunque quisiera. Someterme, seguir la corriente, apuntarme a carros ganadores, eso no lo aprendí, no lo sé hacer ni puedo hacerlo. Por ese instinto de libertad, rechazo ese supuesto feminismo que quiere imponerse como única manera de ser y pensar de las mujeres. Por eso no estaré de su lado, sino enfrente. Y lo hago perfectamente consciente de que, como siempre ocurre cuando no se entra en el redil, quedarse fuera significa pagar un precio. Seré abeja, pero no seré oveja.

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