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Daniel Rodríguez Herrera

Sowell, contra la industria de la raza

Con los años se ha creado en Estados Unidos toda una industria de la raza basada en la teoría de la discriminación como causa omnicomprensiva.

"No hay un tema que necesite más de un análisis desapasionado, una investigación cuidadosa de los hechos y una discusión honesta y sin miedo que el de la raza", nos dice Sowell al comenzar su último ensayo. Pero los que debían abordar esta labor son quienes lo han hecho imposible.

En Intellectuals and Society sorprendía que el intelectual Thomas Sowell tratara el tema de la raza un poco por encima, siendo como es una de sus grandes especialidades. Este fallo lo reparó en una edición revisada del volumen, en la que amplió notablemente ese apartado, al punto de que acabó escindido en un nuevo libro, algo que apreciamos quienes habíamos leído el anterior y no nos apetecía darle un repaso a la nueva edición en busca de las novedades.

Esta nueva obra, Intellectuals and Race, repite de forma resumida la definición de intelectual como aquella persona cuya profesión consiste en trabajar con ideas para la producción de otras ideas y cuya labor no está sujeta al escrutinio del mundo real, sino sólo a la aprobación de otros intelectuales. Así, por ejemplo, un ingeniero puede creer que tiene grandes ideas, pero si sus puentes se caen, sus ideas son una porquería: el pobre no es un intelectual, aunque su trabajo le obligue a pensar mucho más que la práctica totalidad de los intelectuales. En cambio, ya puede un politólogo tener ideas completamente estúpidas –de hecho, suelen tenerlas–, pero su plaza de profesor sólo depende de que a los demás politólogos les parezcan correctas o atractivas.

A partir de esta definición, Sowell estudia qué han dicho y escrito los intelectuales sobre la raza, principalmente en Estados Unidos. Y su repaso histórico puede sorprender a más de uno: si desde los años 50 han insistido en que todas las diferencias entre blancos y negros eran debidas al racismo, y forzado cuotas y discriminaciones positivas, a comienzos del siglo XX estaban convencidos de que el problema era debido a la genética y se apuntaban con entusiasmo a la causa eugenésica.

La genialidad de Sowell consiste en que explica cómo en el fondo ambas posturas son la misma. Entonces como ahora, los intelectuales se evitan la dura labor del análisis desapasionado, la investigación rigurosa y la discusión honesta, a favor de explicaciones simplistas que les permitan colocarse en el lado de los ángeles y pintar a sus opositores como demonios. Antaño se burlaban de quienes no creían en la explicación genética como "sentimentales" y ahora insultan a quienes no compran la idea de que toda diferencia en resultados es necesariamente debida a la discriminación llamándoles "racistas". Ellos, siempre, han sido los buenos y se han dado los unos a los otros besitos y abrazos por tener las ideas correctas. Aunque hayan cambiado.

Sowell recuerda que las diferencias de resultados entre distintos grupos étnicos y culturales no son la excepción, sino la regla universal, en Estados Unidos como el resto del mundo; en muchas ocasiones obtienen resultados superiores gentes que no estaban en condiciones de discriminar a nadie y que a veces estaban de hecho fuertemente discriminadas. Su explicación de por qué la cultura –entendida como hábitos y modos de vida– es la principal responsable del mejor o peor desempeño de las razas es convincente: para Sowell, la principal causa de que los gitanos sean de media más pobres que el resto de los españoles no estaría en que sean genéticamente inferiores o en que estén discriminados, sino en que la cultura gitana tradicional –nómada, con un concepto amplio de familia, poco respeto a la educación formal y la propiedad, etc.– es contraproductiva.

Con los años se ha creado en Estados Unidos toda una industria de la raza basada en la teoría de la discriminación como causa omnicomprensiva, similar a nuestra industria de género, encargada de imponer cuotas, poner sanciones, establecer políticas de diversidad, denunciar a empresas que las incumplan, etc. El sustento de decenas de miles de personas depende de que esa explicación de los intelectuales sea cierta, y naturalmente son un poderoso lobby que se resiste a enfrentar la teoría con los hechos. Los intelectuales que se enfrentan al consenso y a la aprobación de sus pares, y encima son negros como el carbón, son su peor pesadilla. Esperamos que el ya octogenario Sowell lo siga siendo muchos años más.

Thomas Sowell, Intellectuals and Race, Basic Books (Nueva York, 2013), 192 páginas.

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