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David Jiménez Torres

La boda de la modernidad

Quizás, pensamos, es que la modernidad, tan iconoclasta, nunca ha logrado reemplazar todo lo que, en teoría, destruyó; y que por eso se ve obligada a esta coexistencia de la imagen y el espectador, de la abadía de Westminster y el pub mugriento.

Hace ya un par de meses que las tiendas de souvenirs rehicieron el escaparate. Los nuevos objetos distraen la mirada del que pasa por delante de las lunas, camino a la biblioteca. Primark, meca de lo bonito y barato, ofrece camisetas que leen "gracias por el día de fiesta". El sindicato estudiantil anuncia una fiesta con parafernalia oficial. Se dice que la mercancía relacionada con la boda está exenta de IVA, forma de promocionar la monarquía. O sea, que te sale más rentable comprar una taza con los caretos de la pareja que una desnuda de adornos. Uno prefiere dejar el internet en paz y creerse que tan enternecedor maquiavelismo es cierto.

Los prolegómenos son previsibles. El tema de la boda sustituye el qué hiciste esta Semana Santa. En los pubs hay acuerdo: Kate está muy buena. Se rumorea que algunos estudiantes del King’s College piensan encerrarse en una de las habitaciones de su colegio y desplegar una bandera en el balcón: "King’s Against Kings". Republicanos y marxistas llenan el Facebook con parrafadas enfurruñadas. "No, no me interesa la boda de dos desconocidos que viven a costa del erario público";"¿Podría la gente callarse de una p*** vez con la p*** boda de los p**** huevos? ¡¡¡Que me suda la...!!!". Más que peligrosos provocadores, en el Reino Unido los antimonárquicos son cascarrabias inofensivos. Sobre la mesa de la cocina, el Economist pide que el regalo de bodas de William y Kate sea la República. Uno lo ojea y pasa a leer cosas más importantes.

Sólo una sorpresa: la Reina visita la ciudad dos días antes de la boda, para asistir a las celebraciones del quinto centenario de Saint John’s College. Fervor lúdico. La gente se agolpa en Trinity Street con las cámaras en alto. Ella se pasea con un vestido azul y saluda con esa sonrisa a caballo entre la abuelita entrañable y el alienígena secuestrador de cuerpos. Horas más tarde, una mujer asiática con un vestido de verano color negro entra como un ciclón en uno de los autobuses que van a las afueras, y enseña a todos los pasajeros una foto en su cámara digital. Explica con su inglés macarrónico: "¡Es la Reina! ¡Mira, es ella, es ella de verdad!". A William todavía le queda mucho para reemplazar a su abuela como mayor activo de la monarquía británica.

Llega el día y las calles de esta ciudad, normalmente una marea mixta de turistas y estudiantes, se muestran extrañamente calladas. No vacías: se ve a gente suelta paseando. Pero sobre los antiguos edificios ha caído el silencio que anuncia que en algún sitio está sucediendo algo importante. El cielo es de un gris suave.

Veo la ceremonia con otros estudiantes internacionales. Hay mucho americano imbuido de esa relación tan equívoca que tienen con la monarquía británica: tan pronto le dan el Óscar a cualquier película que represente los conflictos de sus monarcas como le vuelan la cabeza a la Reina en un episodio de South Park. Esta ambivalencia parece volverles nerviosos. Abundan las risitas, los chistes malos, las explicaciones del que quiere dárselas de que entiende de cosas europeas: "sí, un duque es a la aristocracia lo que un arzobispo es a la iglesia...". Se suple la experiencia visual de la tele con la información que suministran tres o cuatro portátiles abiertos sobre rodillas.

Y en la tele, cosas que no significan nada, y que sin embargo significan algo. Cosas como la monarquía, como la tradición, como los trajes militares, como el matrimonio ante Dios, espolvoreado de liturgia. Cosas como que William y Kate vayan a ser duques de Cambridge, noticia de la que nos hacemos eco sin saber muy bien qué quiere decir. Cosas como los trompeteros que anuncian la llegada de la Reina. Cosas que en teoría han quedado en la prehistoria de los tiempos, antes de que todos supiéramos de qué va de verdad el mundo. Cosas que, sin embargo, siguen en pie. Y de esta forma, todos contemplamos la gloriosa incongruencia de la modernidad, de la que Gran Bretaña es probablemente el mejor exponente: Elton John canta los himnos medievales junto a su marido; Camila viste de seda y se sienta con la realeza; uno de los niños del coro es negro, otros dos son asiáticos. Cosas que no importan y que sí importan, claro que importan, porque si no, no estarían sucediendo y nosotros no nos estaríamos dejando la mañana viéndolas.

Quizás, pensamos, es que la modernidad, tan iconoclasta, nunca ha logrado reemplazar todo lo que, en teoría, destruyó; y que por eso se ve obligada a esta coexistencia de la imagen y el espectador, de la abadía de Westminster y el pub mugriento, del sexo premarital y las historias de Disney. Pero esto es elaborar demasiado; la realidad de la experiencia es mucho más fluida. Cada imagen ocupa cinco o seis planos de significación distintos, y los espectadores oscilamos de manera semiconsciente entre todos ellos. Irreflexivos. La cola del vestido de Kate, recogida por las bellas manos de su hermana, nos arrastra tras de sí.

De todo lo que vemos, sólo hay algo que seguimos reconociendo como verdaderamente importante, que es el amor, o su sugerencia. Esa idea del amor tan derivada de historias como esta, esas fantasías de Disney que se parecen tanto a lo que estamos viendo: el Príncipe y la Princesa, la boda que sale bien, la plebe que se regocija ante el paso de la pareja feliz en coche de caballos. Ese beso sin lengua ante el pueblo jubiloso.

Y sin embargo hablamos poco de ello. Sería vergonzoso decir "parece que se quieren de verdad". Quizás porque ya se dijo en referencia a los padres del novio, en su día. Quizás porque otra de las incongruencias de la modernidad es seguir usando una ceremonia con aspiraciones de eternidad para un estado que aceptamos como pasajero. Sea por lo que sea, preferimos comentar el horrible vestido de tal y cual.

Por la noche se habla poco del enlace. Hay fiestas en Londres, y algunos han bajado en busca de chicas bajo el efecto-boda. Mi compañero de piso dice que sólo uno de los diez estudiantes de su clase de la tarde confesó haber visto el evento por la tele. Cree que mienten; tampoco habían hecho sus deberes. Y en el bar del college intento en vano que los ingleses me den una cita para la crónica. Dicen que no se les ocurre nada, que necesitarían más tiempo para pensárselo; y lo dicen con una inflexión displicente y evasiva. Como mucho, alaban el vestido de la novia. Luego el asunto se esfuma, se deshace entre hielos de combinados. Vestigios, quizás, noctámbulos. Quién sabe si en la caza de la noche, entre la música y las luces bajas, habrá alguna que se piense que éste es tan guapo como Will, alguno que entretenga la idea de que ésta tiene un aire a Kate.

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