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EDITORIAL

El euro, una cuestión política

La solución a la crisis del euro no es más política sino menos mediante auténtica austeridad pública t reformas.

La crisis de deuda europea está poniendo a prueba uno de los mayores experimentos monetarios de la historia reciente: el euro. Muchos dudan de la supervivencia de la moneda común, cuya estabilidad ha sido gravemente dañada a raíz de la manifiesta insolvencia que presentan algunos estados miembros de la Unión Monetaria. Las amenazas de expulsión forzosa e incluso abandono voluntario por parte de ciertos países han sido constantes desde 2010 y ahora resurgen nuevamente con fuerza tras el rescate de Chipre.

El problema del euro, sin embargo, radica en un exceso de política. No en vano, dicha moneda no surgió de forma natural, fruto del orden espontáneo que nace como resultado de las interacciones humanas, sino que fue una decisión adoptada conscientemente por Alemania y Francia, los dos pilares básicos sobre los que se asienta toda la estructura comunitaria. Algunos expertos señalan que el euro fue un invento francés, impuesto a los alemanes a cambio de permitir su reunificación tras la caída del muro de Berlín, para minar la ortodoxia monetaria que desde hace décadas imprimía el todopoderoso banco central germano (Bundesbank) a los manirrotos y despilfarradores gobiernos del resto del continente. Otros, por el contrario, apuntan a que la idea surgió de la propia industria exportadora de Alemania, cansada de ver cómo sus principales clientes -los socios de la UE- reducían una y otra vez su capacidad adquisitiva y, por tanto, sus compras, mediante recurrentes devaluaciones monetarias que, de forma indirecta, impactaban en la economía germana en forma de recesión. Posiblemente, el euro surgió como consecuencia de la combinación de ambas variables, pero de lo que no cabe duda es que su creación fue obra de la política.

Sus fundadores, conscientes de su perverso origen, intentaron limitar los defectos que implícitamente conlleva toda moneda fiduciaria mediante el denominado Pacto de Estabilidad y Crecimiento, obligando así a los estados miembros de la zona euro a mantener el déficit público por debajo del 3% y un nivel de deuda inferior al 60% del PIB. Esta regla de oro se concibió para garantizar la estabilidad y supervivencia del euro, pero fue violada constantemente desde el inicio de la Unión Monetaria. Su reiterado incumplimiento durante los años de la burbuja crediticia ya permitía presagiar un negro futuro en caso de que estallara una fuerte crisis económica como la actual. Y, efectivamente, así fue. La crisis financiera ha terminado desembocando en una inédita crisis de deuda que amenaza con llevarse por delante la moneda común por tres razones fundamentales: el rescate indiscriminado de bancos y cajas con dinero público, el aumento del gasto mediante "planes de estímulo" concebidos erróneamente para combatir la recesión y el rechazo frontal de la mayoría de gobiernos a la austeridad para reducir sus sobredimensionadas estructuras estatales hasta niveles sostenibles. España, por desgracia, ha cumplido al milímetro estas tres condiciones.

Pese a todo, los países más débiles de la zona euro abogan que la solución a la crisis del euro radica en más política y menos economía, profundizando de este modo en los errores de base cometidos en el pasado. En este sentido, defienden que la receta adecuada para mantener la Unión Monetaria es avanzar hacia una nueva unión fiscal y bancaria, como si el problema del euro fuese la ausencia de un súper estado europeo. Se trata de un enfoque completamente erróneo y contraproducente. La solución no es más política sino menos mediante el cumplimiento estricto de la regla de oro del euro. A saber, auténtica austeridad pública y profundas reformas estructurales para eliminar el déficit y reducir la deuda de forma drástica y urgente, al tiempo que se impulsa el crecimiento mejorando la competitividad de las economías en problemas.

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