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EDITORIAL

Incendiar la calle

La práctica del 'escrache' es no sólo absolutamente inmoral, también extremadamente peligrosa.

Aunque la denominación escrache es de reciente implantación en nuestro país, la violencia con fines políticos no es por desgracia una novedad: durante muchos años la sociedad española ha sufrido la peor de esas violencias, el zarpazo asesino del terrorismo.

Obviamente, insultar a un político, asaltar su vivienda o intentar agredirle en la calle no es lo mismo que asesinarle, pero tampoco conviene olvidar que buena parte de la violencia de ETA revestía una forma muy similar a la que ahora se puede ver con la excusa de los desahucios: los insultos, la intimidación o el acoso eran el pan nuestro de cada día para muchos en el País Vasco, y ese estado de cosas obligó a miles de ciudadanos, muchos de ellos políticos en activo y otros no, a dejar esa región y buscar un ambiente respirable en cualquier otro lugar de España.

Durante el Gobierno de Aznar y a raíz de sucesos como el desastre del Prestige o la Guerra de Irak también pudimos ver cómo desde organizaciones y partidos de izquierda, y con el silencio, cuando no la complicidad, del PSOE se atacaron más de 300 sedes del PP. Los insultos y los intentos de agresión fueron un ingrediente habitual de la política española. Finalmente, se llegó al uso abyecto de la calle en la jornada de reflexión de las elecciones de 2004.

Lamentablemente, hemos visto cómo la violencia ha dado buenos réditos a quienes la han practicado: en el País Vasco la franquicia etarra de turno ocupa el poder en Guipúzcoa, San Sebastián y decenas de ayuntamientos, tras obtener elevados porcentajes de voto en las elecciones e incluso amenazar la hegemonía del PNV; en cuanto a lo ocurrido en las elecciones de 2004, todos sabemos lo que pasó y a dónde nos ha llevado.

No es extraño, por tanto, que, ante el éxito que la violencia política reporta en España, personajes sin muchos escrúpulos y dotados del habitual complejo de superioridad moral de la izquierda se planteen recurrir a ella.

La violencia política nunca está justificada, y menos aún en una democracia como la nuestra, por muy imperfecta que sea. Ninguna causa es tan justa como para pasar por encima de los derechos básicos de los individuos, sean políticos o no; ningún drama social debe llevar a nadie tomarse la justicia por propia mano; ninguna situación es tan desesperada como para sancionar la intimidación y la fuerza contra quienes son vistos como obstáculos.

La práctica del escrache es no sólo absolutamente inmoral, también extremadamente peligrosa: en una sociedad como la nuestra, que atraviesa graves dificultades, un movimiento populista que incite a la agresión es una verdadera bomba de relojería.

Rechazar el uso de la violencia en política es una labor de todos, empezando por el Gobierno, que debe usar la ley sin titubeos para frenar a los que no la cumplen, y por supuesto de los partidos políticos, que han de mantener una posición tan clara y contundente como la de la acertadísima Rosa Díez. Pero también los ciudadanos deben ser beligerantes contra la violencia; y sobre todo es fundamental el papel de los medios de comunicación, que en no pocas ocasiones mantienen una actitud extremadamente complaciente con todo lo que viene de la calle, jaleando a cualquier desaprensivo que se presente como revolucionario y que, en el fondo, solo se aprovecha de aquellos necesitados a los que dice defender.

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