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EDITORIAL

La yihad en París

Se trata de una guerra contra la civilización occidental que ya se libra en nuestro propio suelo. Y hay que defenderse.

No ha sido en Beirut, en Damasco o en Bagdad, sino en París; y no se trata de una caricatura satírica, sino de la cruel realidad de lo que es capaz de perpetrar el integrismo islámico. Se trata del más grave atentado que Francia haya sufrido en los últimos cuarenta años: doce personas asesinadas y varias gravemente heridas en la redacción de un semanario satírico cuyo pecado había sido haberse atrevido a describir en una viñeta lo que estos criminales islamistas han demostrado que son capaces de llevar a cabo en la realidad.

Sin duda, la matanza constituye un infame atentado a la libertad de expresión. Pero este ataque no es incoloro ni se produce por generación espontánea. Es un fanatismo que se alienta a través de un determinado ropaje religioso, no por ello menos criminal, y que se propaga, no desde lejanos y recónditos lugares, sino en el corazón mismo de la civilización occidental.

No son las víctimas las que criminalizan al islam, sino los verdugos que, en nombre de Alá, las han asesinado. Son estos fanáticos islamistas y todos aquellos que no condenan ni persiguen a los que, en nombre de Alá, asesinan a los infieles los que tejen las conexiones y vinculaciones entre una religión y el terror.

Bien está que el Consejo Musulmán de Francia haya condenado con rotundidad este "bárbaro atentado" y haya hecho un "llamamiento a todos aquellos comprometidos con los valores de la República y la democracia". Es digno de aplauso que este organismo haya pedido a la comunidad islámica de Francia que "ejerza la máxima vigilancia contra posibles manipulaciones de los grupos extremistas de cualquier tipo". Sin embargo, esa vigilancia y ese repudio no deben producirse sólo el día en el que se comete un atentado ni correr a cargo sólo de los líderes musulmanes. Esa labor corresponde también, y de manera prioritaria, a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, que no deben permitir que Occidente brinde libertad ni refugio a la intolerancia criminal.

El espectacular incremento de simpatizantes que está teniendo el yihadismo en Francia es buena prueba tanto del fracaso del multiculturalismo como de esa labor de vigilancia. No hace ni dos meses tres combatientes franceses del Estado Islámico llamaban a sus compatriotas musulmanes a unirse a la yihad, cuando Francia se hallaba aún conmocionada por la presencia de dos de sus ciudadanos, Maxime Hauchard y Mickael Dos Santos, en el vídeo en que combatientes del EI decapitan al rehén estadounidense Peter Kassig y a 18 soldados sirios.

En España, no hace ni dos semanas que el juez Pablo Ruz procesaba a quince yihadistas que formaban una célula en Madrid dedicada a reclutar musulmanes para integrarse en el Estado Islámico y combatir en Siria.

La sociedad abierta no puede albergar caballos de Troya. La libertad religiosa, como la libertad política, no debe dar cobertura a quienes quieren destruirla; no debe ofrecer tolerancia a la intolerancia o a la justificación de la violencia contra el homosexual, contra la mujer o contra el infiel, ni amparar la vulneración de los derechos humanos por razones culturales. Se trata de una guerra contra la civilización occidental que ya se libra en nuestro propio suelo. Y hay que defenderse.

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