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Eva Miquel Subías

El traje nuevo del Emperador

Lo que me gustaría es que se sentaran todos los que debieran hacerlo –y en las mismas condiciones de igualdad– en los numerosos casos de corrupción con los que desayunamos a diario en España y que se están convirtiendo en una peligrosa costumbre.

Qué gusto ver a un militar vestido de uniforme, decía Íñigo con su gracia habitual. Lo comentábamos al hilo de una de esas mesas redondas que suele organizar José María Fidalgo en el IE Business School y a las que me voy aficionando no sin temor a una cierta adicción. Como los asuntos a tratar versaban en torno a la negociación internacional, se dieron cita pesos pesados del Ejército de Tierra y de la Diplomacia española. Interesante como pocas, por descontado. Otro día les cuento. Ya saben, estrategia, cambios conceptuales del término “guerra”, inteligencia, movimientos ajedrecísticos, redes sociales y medios de comunicación. Ya, si eso, lo hago venir a cuento de algo y nos ponemos a ello.

La verdad es que en ocasiones tengo la sensación de que nuestra democracia no acabará por consolidarse de manera definitiva hasta que el ciudadano español no vea con espontánea naturalidad a un representante de nuestras Fuerzas Armadas caminar tranquilamente de uniforme sin el riesgo de que éste pueda sentirse como pudiera hacerlo Paco Clavel de irrumpir en el encuentro mensual del Rotary Club de Wisconsin.

De la misma manera me ocurre con la Justicia. Así, en general. Indultos in extremis de gente con poderío vagamente tratados en los medios o el despilfarro obsceno de directivos de Cajas de Ahorros sin que los órganos competentes parezcan estar muy dispuestos a sancionarlos, no hacen que mi confianza en Ella se potencie demasiado, francamente.

Ignoro la trascendencia y profundidad del significado de la expresión jurídica “cohecho pasivo impropio”. Y algunos, aunque la manejen como sus hijas la Nintendo, no lo han sabido hasta ahora. Es que Gürtel ha dado para mucho. Y no será una servidora quien defienda a nadie implicado en este caso. Pero permítanme decirles que no puedo evitar percibir una inquietante impresión de desproporción cuando veo a Francisco Camps y a Ricardo Costa sentados en el banquillo hablando de las facturas inexistentes de unos trajes y siendo juzgados por alguien que, todo sea dicho, estuvo próximo a la administración socialista valenciana.

Que nadie lo malinterprete. No intento decir que no deban sentarse éstos frente a la fiscalía. Lo que me gustaría es que se sentaran todos los que debieran hacerlo –y en las mismas condiciones de igualdad– en los numerosos casos de corrupción con los que desayunamos a diario en España y que se están convirtiendo en una peligrosa costumbre. Y ya conocemos los riesgos que lleva consigo lo cotidiano.

Como todas las niñas de mi generación, las fábulas y cuentos de Hans Christian Andersen formaban parte de nuestro pequeño universo. Y el del Emperador y su traje era uno de mis favoritos. Todavía no he sabido bien el porqué. Quizás me habría gustado ser el niño algo repelentón que gritaba a su paso: ¡Pero si va desnudo, pero si va desnudo!

Y ya hace tiempo que tiene una la idea de que en España sobran demasiados pícaros y cada vez hacen falta más voces que descubran a los que se pasean impunemente mostrándonos el esplendor de sus cuerpos. Con exceso de vello, además. 

En España

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