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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Camelot y Ted Kennedy

"¿En qué época reinó Arturo?", he ido preguntando por ahí. Las respuestas han sido vagas. En el mejor de los casos, me han dicho que en la Edad Media. Hasta ha habido quien ha arriesgado una precisión: Arturo era el padre de Ricardo Corazón de León.

"¿En qué época reinó Arturo?", he ido preguntando por ahí. Las respuestas han sido vagas. En el mejor de los casos, me han dicho que en la Edad Media. Hasta ha habido quien ha arriesgado una precisión: Arturo era el padre de Ricardo Corazón de León.
Nadie, salvo un adolescente avispado que había leído el libro de Steinbeck, ha percibido una trampa en el interrogante: para la enorme mayoría de la gente, Arturo reinó alguna vez, Camelot existió y Lancelot, con el rostro de Richard Gere, fue un traidor que pretendió a la mujer de su jefe, para el caso Sean Connery.

Las cosas que no pasaron pero que se contaron muchas veces adquieren la misma entidad que las que sí pasaron. Nunca hubo Arturo, claro, ni Camelot, ni nada que se le pareciera. Ni en la brumosa Inglaterra de la leyenda ni en la Casa Blanca. Pero los expertos en publicidad se sirven de las leyes del relato para construir una realidad paralela. Por eso, esta semana ha circulado un patético documento gráfico que muestra a Obama en su despacho y a su hija de nueve años jugando allí mientras él pone cara de sesudo y enfrenta los problemas del mundo: la foto remeda otra de John Kennedy con su hijo debajo del escritorio. Y esto ocurre justo en los días en que muere el último de los hermanos del presidente asesinado, Edward.

Las segundas partes nunca fueron buenas, suele afirmarse; con razón, porque por lo general se habla de una primera parte no sólo buena sino memorable. En este caso la cuestión es aún peor, porque se trata de la segunda parte de la segunda parte: Kennedy fundó su imagen en la ya por entonces borrosa del finado Franklin D. Roosevelt. Con la diferencia a su favor de que ya disponía de la televisión. Hubo quien desde el mundo de la publicidad se atrevió a decir que, de haber habido televisión, Roosevelt jamás hubiera llegado a la presidencia: ¿quién iba a votar a un lisiado en silla de ruedas?, se preguntaba el cínico experto. Era tan difícil ganar unas elecciones así como siendo negro. O más. Y en los años treinta, aún más. Tampoco era fácil llegar en 1961 siendo católico.

Obama quiere ser la segunda parte de la segunda parte. Olvidando, desde luego, que sus antecesores estaban llenos de miserias, aunque los recordemos por sus grandezas, que tampoco les faltaron. Roosevelt debió parte de la suya a la decisión y la paciencia de Churchill. Kennedy, a su mujer.

Nunca jamás hubo Camelot, ni el de Arturo ni el de JFK. Cuando alguien, no sé quién, lo asesinó en Dallas, Jackeline Bouvier, su esposa, se apresuró a escribir a Nikita Kruschev, al margen de todos los cauces protocolarios, la siguiente carta:

Casa Blanca, diciembre 1, 1963

Querido Señor Presidente:

Quiero agradecerle que haya enviado al Señor Mikoyan en representación suya a los funerales de mi esposo.

Se le veía muy afectado cuando se acercó a mí, y eso me conmovió mucho.

Intenté ese día decirle algunas cosas a usted por mediación de él, pero era una jornada tan horrible para mí que no sé si mis palabras fueron recibidas tal como yo quería que lo fueran.

Por lo tanto, ahora, en una de las últimas noches que paso en la Casa Blanca, en una de las últimas cartas que escribo en estas hojas con membrete de la Casa Blanca, quiero escribir mi mensaje para usted.

Le envío esta carta únicamente porque sé lo mucho que se preocupaba mi marido por la paz, y lo importantes que fueron en orden a esa preocupación las relaciones entre usted y él. Solía citar sus palabras en sus discursos: "En la próxima guerra, los supervivientes envidiarán a los muertos".

Usted y él eran adversarios, pero también eran aliados en su determinación de impedir que el mundo estallara. Se respetaban el uno al otro y podían negociar. Sé que el Presidente Johnson hará todos los esfuerzos posibles por establecer la misma relación con usted.

El peligro que inquietaba a mi marido era el de que esa guerra pudiera ser desencadenada no tanto por las grandes personalidades como por otras menores. En tanto que las grandes personalidades comprenden la necesidad del autocontrol y la moderación, las menores actúan a menudo impulsadas por el miedo y el orgullo. ¡Si en el futuro las grandes personalidades pudieran obligar a las menores a sentarse a la mesa de negociaciones antes de empezar a luchar!

Sé que el Presidente Johnson continuará con la política en la que mi marido creía tan profundamente, la política de autocontrol y moderación, y necesitará su ayuda.

Le envío esta carta porque soy muy consciente de la importancia de las relaciones que existieron entre usted y mi marido, y también porque usted y la Señora Kruschev fueron muy amables en Viena.

He leído que ella tenía los ojos llenos de lágrimas cuando salió de la Embajada Americana en Moscú, tras firmar el libro de condolencias. Por favor, dígale "gracias" por ello.

Sinceramente

Jacqueline Kennedy

Jacqueline no escribió ni envió esta carta, desclasificada no hace mucho, por inspiración ajena. De hecho, la he traducido de un informe, disponible en internet, de la Oficina de Servicios de Idioma, División de Traducciones, del Departamento de Estado, donde fue archivada como "Top Secret" con el siguiente comentario de algún personaje, cuyo nombre no figura y cuyo lenguaje muestra a un burócrata de los servicios de inteligencia, acerca de lo irregular del asunto:
Me reuní con Thompson ayer, a pedido de él.

Thompson dijo que Jacqueline Kennedy, la viuda del difunto presidente, había pedido que yo remitiera su carta personal a N. S. Kruschev.

Thompson señaló que le había transmitido esa carta por medio de Bundy. Nadie sabe nada más sobre la carta, aunque el Presidente Johnson, también, ha sido al parecer informado de su transmisión (pero no de su contenido). Rusk [Dean Rusk, por entonces Secretario de Estado] "aún no es consciente de esto". Thompson añadió que, personalmente, no estaba enterado del contenido de la carta misma.

El sobre estaba ligeramente encolado en un punto. La carta no estaba pasada a máquina, sino manuscrita de principio a fin por Jacqueline Kennedy, lo que suele considerarse aquí una señal de particular respeto por el destinatario. También escribió el sobre personalmente. La carta está escrita en hojas pequeñas con el sello de la Casa Blanca.
Se trata de uno de los documentos más importantes de cuantos se generaron en el mundo político americano en los días inmediatos a la muerte del presidente Kennedy. Revela la enorme desconfianza de JFK respecto del vicepresidente Johnson y de su entorno, un avispero de esas "personalidades menores" a las que se refiere su viuda: directores de la CIA, el director del FBI, J. Edgar Hoover, y altos mandos militares, cuyo radical y en ocasiones furioso anticomunismo podía inducirles a "apretar el botón rojo", como solía decirse en aquella época.

Jacqueline no podía expresar abiertamente sus inquietudes respecto de Johnson, pero estaba claro que si le pedía a Kruschev que lo ayudara, hablaba de la necesidad de neutralizar la influencia de determinados asesores del nuevo presidente, los miembros de lo que el presidente Eisenhower había denominado "complejo militar-industrial", que, lo reconozca o no la historia oficial, habían tenido alguna relación con la muerte de JFK.

Nada menos parecido a Camelot. JFK no tenía caballeros, ni tabla redonda, ni amigos. En todo caso, los heredados de los añejos vínculos de Joseph Kennedy con la mafia, reforzados por el gusto del presidente por la mujeres vistosas de Hollywood: el llamado Clan Sinatra, o, a peor nombre, el Rat Pack, en el que militaban el cuñado –casado con Pat Kennedy–, Peter Lawford y el singular Sammy Davis Jr., a quien tuve la fortuna de ver actuar en un escenario: medía un metro cuarenta, tenía un ojo de cristal, era negro, judío y homosexual –lo cual no le impidió casarse con una belleza sueca llamada May Britt–, y cantaba, bailaba y tocaba la batería con tal sentido del espectáculo que a los pocos segundos parecía alto, rubio y de ojos azules. Obama carece de ese talento.

Obama tiene aún menos amigos que JFK, que era guapo, católico y sentimental.

Cuando JFK ganó las elecciones, se sabía casi todo sobre él: se conocían sus relaciones con la mafia –que lo llevaron a cometer el error de Bahía Cochinos, para cuya historia remito a América, novela de James Ellroy–, sus hazañas de guerra y su debilidad por las señoras –está en las hemerotecas–.

De Obama no se sabe nada. Ni parece sólido su currículum universitario ni hay nadie convencido acerca de su religión, empezando por el pastor que lo apañó.

JFK produjo, además del torpe intento de invasión a Cuba, la construcción del Muro de Berlín –después de decir que él era berlinés– y la entrada en la guerra de Vietnam –la salida le costaría a Richard Nixon un golpe de estado–. En compensación, dio vida al movimiento por los derechos civiles que, con el correr del tiempo, permitiría a Obama estar donde está.

Pagó con la vida, igual que su hermano Robert y Martin Luther King, de los pocos en los que podía confiar. Después de eso, los negros americanos fueron captados por la Nación del Islam y otras lindezas ideológicas por el estilo.

Edward iba para presidente. La vieja Rose Fitzgerald quería vivir para siempre en la Casa Blanca. Su marido, Joseph, más sensato, dijo en referencia a sus hijos que el matrimonio había "entregado nueve rehenes a la fortuna". A Edward le hicieron Chappaquiddick como a Nixon el Watergate. Quizás haya tenido un accidente en ese lugar, quizás lo hayan accidentado. Iba con su secretaria –y quizás amante–, Mary Jo Kopechne. Ella murió. Se acabó la carrera. ¿Por culpa de quién? Quizás de los mismos que pusieron en su lugar al misterioso Obama.

Sirvan estas líneas como homenaje póstumo. Que en paz descanse.


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